II

EL IMPULSO FUNDAMENTAL HACIA LA CIENCIA

Dos almas viven, �ay! en mi pecho,
la una quiere separarse de la otra.
la una, con �rganos tenaces,
se aferra al mundo en intenso deleite amoroso,
la otra, se eleva con vigor desde las tinieblas
hacia las regiones de los excelsos antepasados.

(Fausto I)

Con estas palabras expresa Goethe un rasgo caracter�stico profundamente arraigado en la naturaleza humana. El hombre no es un ser organizado unitariamente. Siempre exige m�s de lo que el mundo le da espont�neamente. La Naturaleza nos ha dado necesidades; entre ellas hay muchas cuya satisfacci�n requiere nuestra propia actividad. Abundantes son los dones que hemos recibido, pero m�s lo son nuestros deseos. Parece que hemos nacido para el descontento. Y un caso especial de este descontento es nuestra sed de conocimiento. Miramos dos veces a un �rbol. Una vez vemos sus ramas quietas, la otra, en movimiento. No nos contentamos con esta observaci�n. �Por qu� se nos presenta el �rbol una vez en calma, la otra en movimiento?, preguntamos. Cada mirada a la Naturaleza suscita en nosotros una suma de preguntas. Cada fen�meno que percibimos nos plantea un problema. Cada experiencia se convierte en un enigma. Vemos que del huevo sale un ser semejante al animal madre, y nos preguntamos cu�l es la causa de este parecido. Observamos en un ser vivo su crecimiento y desarrollo hasta un determinado grado de perfecci�n, y tratamos de descubrir las condiciones a las que se debe esta experiencia. Nunca nos contentamos con lo que la Naturaleza ofrece a nuestros sentidos. Siempre tratamos de encontrar lo que llamamos la explicaci�n de los hechos.

Aquello de m�s que buscamos en las cosas, aparte de lo que ellas nos dan de modo espont�neo, hace que todo nuestro ser se desdoble en dos partes: nos damos cuenta del contraste entre nosotros y el mundo. Nos encontramos como seres independientes frente al mundo. El universo aparece ante nosotros en dos contraposiciones: el Yo y el Mundo.

Erigimos esta pared divisoria entre nosotros y el mundo tan pronto como aparece en nosotros la conciencia. Pero jam�s dejamos de sentir que, no obstante, pertenecemos al mundo, que existe un lazo que nos une con �l, que somos un ser que no se halla fuera del universo, sino dentro de �l.

Este sentimiento genera el impulso de conciliar esta oposici�n. Y en la conciliaci�n de dicha oposici�n consiste, en �ltimo t�rmino, toda la aspiraci�n espiritual de la humanidad. La historia de la vida espiritual es la b�squeda continua de la unidad entre nosotros y el mundo. La religi�n, como el arte y la ciencia persiguen todos este fin. El creyente busca en la revelaci�n que Dios le concede la soluci�n a los enigmas del mundo que surgen en su yo, el cual no se contenta con el mundo de las meras apariencias. El artista trata de expresar a trav�s de sus materiales las ideas de su yo, con el fin de conciliar lo que vive en su ser interior con el mundo exterior. Tampoco �l se siente satisfecho con las meras apariencias del mundo exterior y procura darle aquel elemento adicional que su yo encierra. El pensador investiga las leyes humanas de los fen�menos, se esfuerza por penetrar con el pensar en lo que descubre por la observaci�n. S�lo cuando hemos integrado el contenido del mundo al contenido de nuestros pensamientos, s�lo entonces, restablecemos la uni�n de la que nosotros mismos nos hemos apartado. M�s adelante veremos que esta meta solamente se conseguir� cuando la misi�n del investigador cient�fico se conciba mucho m�s profundamente de lo que se hace a menudo. Toda la situaci�n que acabo de exponer, se nos presenta en un fen�meno de la historia: en el contraste entre la concepci�n del mundo como unidad, o monismo, y la teor�a de la dualidad del mundo, esto es, el dualismo. El dualismo dirige la mirada �nicamente hacia la separaci�n entre el yo y el mundo hecha por la conciencia del hombre. Todo su esfuerzo se traduce en una lucha impotente por conciliar dichas oposiciones, que llama esp�ritu y materia, o sujeto y objeto, o tambi�n, pensamiento y apariencia. Tiene el sentimiento de que debe de haber un puente entre ambos mundos, pero es incapaz de encontrarlo. Al sentirse a s� mismo como “Yo”, el hombre no puede sino pensar que este “Yo” pertenece al esp�ritu; y al contraponer este Yo al mundo, tiene que otorgar a �ste el mundo de la percepci�n sensorial, esto es, el mundo material. Con ello el hombre se coloca a s� mismo dentro de la oposici�n esp�ritu y materia. Lo tiene que hacer puesto que su propio cuerpo pertenece al mundo material. El “Yo” pertenece al mundo espiritual como una parte del mismo; las cosas y los procesos materiales perceptibles por los sentidos, pertenecen al “mundo”. Todos los enigmas referentes al esp�ritu y la materia, los vuelve a encontrar tambi�n el hombre en el enigma fundamental de su propio ser. El monismo dirige la mirada �nicamente hacia la unidad y trata de negar o borrar los contrastes que de todos modos existen. Ninguna de las dos concepciones puede ser satisfactoria, puesto que no toman en consideraci�n los hechos. El dualismo ve en el esp�ritu (el Yo) y en la materia (el mundo) dos entidades fundamentalmente distintas, y no puede por tanto comprender c�mo ambas interact�an. �C�mo puede saber el esp�ritu lo que sucede en la materia, si las caracter�sticas de su naturaleza le son totalmente extra�as?, o �c�mo puede, en estas circunstancias, actuar sobre ella, de modo que sus intenciones se transformen en hechos?. Para resolver estos problemas se han formulado las hip�tesis m�s sagaces, pero tambi�n las m�s desatinadas. Pero hasta el momento la situaci�n del monismo no se presenta mucho mejor. Ha tratado de encontrar soluciones de tres maneras distintas: o niega el esp�ritu, en cuyo caso se convierte en materialismo; o niega la materia para buscar la soluci�n en el espiritualismo; o bien afirma que hasta en el ser m�s primitivo del mundo, materia y esp�ritu se hallan unidos indisolublemente, por lo que no es de extra�ar que tambi�n en el ser humano aparezcan estas dos naturalezas de existencia que, de hecho, no est�n separadas en ninguna parte.

El materialismo no puede en absoluto ofrecer una explicaci�n satisfactoria del mundo. Pues todo intento de explicaci�n tiene que partir del hecho de que el hombre forma pensamientos sobre los fen�menos del mundo. El materialismo, por lo tanto, comienza como un pensamiento sobre la materia o sobre los procesos materiales. Con ello se enfrenta a hechos que pertenecen a dos campos distintos: al mundo material, y a los pensamientos sobre �ste. Trata de comprender este �ltimo consider�ndolo como un proceso puramente material. Cree que el pensamiento se produce en el cerebro de un modo parecido al de la digesti�n en los �rganos animales. As� como atribuye a la materia funciones mec�nicas y org�nicas, del mismo modo le asigna, bajo determinadas condiciones, la capacidad de pensar. No se da cuenta que con ello s�lo ha trasladado el problema a otro lugar. En vez de a s� mismo, atribuye a la materia la capacidad de pensar. Con ello vuelve a encontrarse en su punto de partida. �Qu� ocurre para que la materia piense sobre su propio ser? �Por qu� no se contenta simplemente consigo misma y asume su propio ser?. El materialista ha apartado la vista del sujeto determinado, de nuestro propio yo, y la ha puesto en algo vago y nebuloso: y aqu� se enfrenta al mismo enigma. La concepci�n materialista no es capaz de solucionar el problema, sino s�lo de trasladarlo.

�C�mo se presenta la concepci�n espiritualista? El espiritualista puro niega la existencia independiente de la materia y s�lo la considera como un producto del esp�ritu. Si aplica esta concepci�n para resolver el enigma de la propia entidad humana, se ve en un aprieto. Frente al Yo, al que se puede poner del lado del esp�ritu, se halla, sin que medie cosa alguna, el mundo sensible. A �ste no parece abrirse ning�n acceso espiritual, el Yo tiene que percibirlo y experimentarlo por medio de procesos materiales. El Yo no encuentra en s� mismo tales proceso materiales si pretende considerarse tan s�lo como entidad espiritual. En lo que el Yo trabaja por s� mismo espiritualmente, no hay nada del mundo sensible. Parece que el “Yo” tiene que reconocer que el acceso al mundo le quedar�a cerrado, si el v�nculo con �l no lo estableciera de un modo no espiritual. De la misma manera, cuando pasamos a la acci�n, tenemos que realizar nuestras intenciones por medio de las sustancias y fuerzas materiales. Por lo tanto, dependemos del mundo exterior. El espiritualista m�s extremo, o si se quiere, el pensador que a trav�s del idealismo absoluto, aparece como el espiritualista m�s extremo, el Johann Gottlieb Fichte. �l intent� derivar del “Yo” todo el universo. Lo que de esta manera realmente logr�, es una grandiosa imagen mental del mundo sin contenido de experiencia alguna. Tan imposible le es al materialista decretar la inexistencia del esp�ritu, como al espiritualista la inexistencia del mundo material exterior.

Por el hecho de que, al dirigir el hombre la atenci�n del conocimiento hacia el “Yo”, lo primero que percibe es el actuar de este “Yo” en la configuraci�n mental del mundo de las ideas, la concepci�n de orientaci�n espiritualista, al considerar la propia entidad humana, podr� sentirse tentada a reconocer como esp�ritu, �nicamente este mundo de las ideas. De esta manera, el espiritualismo se convierte en idealismo unilateral. No consigue buscar, a trav�s del mundo de las ideas, un mundo espiritual; ve el mundo espiritual en el mundo mismo de las ideas. Esto le lleva a que, con su concepci�n del mundo, quede como atrapado, dentro de los l�mites de la actividad del “Yo” mismo.

Una curiosa variaci�n del idealismo la constituye la concepci�n de Friedrich Albert Lange, expuesta en su muy le�da “Historia del Materialismo”. Para �l el materialismo tiene raz�n al considerar que todos los fen�menos del mundo, incluido nuestro pensar, son el producto de procesos puramente materiales; que a la inversa, la materia y sus procesos son un producto de nuestro pensar.

“Los sentidos nos dan... los efectos de las cosas, no las im�genes fieles de las cosas, ni las cosas mismas. A estos meros efectos pertenecen tambi�n los sentidos mismos juntamente con el cerebro y sus supuestas vibraciones moleculares”.

Esto quiere decir que los procesos materiales producen nuestro pensamiento, y el pensar del “Yo” produce aqu�llos. Con ello la filosof�a de Lange no es otra cosa que la historia, convertida en conceptos, del valiente M�nchhausen que se manten�a suspendido en el aire agarr�ndose de su propia cabellera.

La tercera forma del monismo es aqu�lla que ya en el ser m�s simple (el �tomo) considera unidas las dos entidades, la materia y el esp�ritu. Con esto tampoco se gana nada m�s que trasladar a otro lugar el problema que en realidad surge en nuestra conciencia. �C�mo llega el ser simple a manifestarse dualmente, si es una unidad indivisible?.

Frente a todos estos puntos de vista hay que hacer notar que el contraste fundamental y primordial se nos presenta en primer lugar en nuestra conciencia. Somos nosotros mismos quienes nos desligamos del suelo madre de la Naturaleza, y nos colocamos como “Yo” frente al “mundo”. Goethe lo expresa en forma b�sica en su trabajo titulado “La naturaleza”, si bien a primera vista su modo de hacerlo puede parecer poco cient�fico: “Vivimos en medio de ella (la Naturaleza) y le somos extra�os. Nos habla incesantemente y no nos revela su secreto”. Pero Goethe conoce tambi�n el aspecto contrario: “Todos los hombres est�n en ella, y ella en todos”.

Si bien es verdad que nos hemos alejado del contacto con la Naturaleza, tambi�n es cierto que sentimos: estamos en ella y pertenecemos a ella. S�lo puede ser su propio actuar el que tambi�n vive en nosotros.

Tenemos que encontrar el camino que nos conduce de nuevo a ella. Una sencilla reflexi�n puede indicarnos ese camino. Es cierto que nos hemos desligado de la Naturaleza; pero tenemos que haber tomado algo de ella en nuestro propio ser. Tenemos que buscar este ser natural en nosotros y entonces volveremos a encontrar la conexi�n. Esto es lo que le falta al dualismo. Considera la interioridad del hombre como un ser espiritual enteramente ajeno a la Naturaleza y trata de ligarlo a ella. No es de extra�ar que no pueda encontrar el lazo de uni�n. S�lo podemos encontrar la Naturaleza fuera de nosotros, si primero la conocemos en nosotros mismos. Lo que en nuestro interior es semejante a ella, ser� nuestro gu�a. Con esto se nos se�ala nuestro camino. No queremos hacer especulaciones sobre la relaci�n rec�proca entre Naturaleza y esp�ritu. Queremos descender a lo hondo de nuestro propio ser, para encontrar all� aquellos elementos que, en nuestra huida de la Naturaleza, hemos retenido en nosotros.

La investigaci�n de nuestro ser ha de traer la soluci�n del enigma. Tenemos que llegar a un punto donde podamos decirnos: aqu� ya no somos meramente “Yoes”, hay algo que es m�s que el “Yo”.

Soy consciente de que alguien que haya le�do hasta aqu� puede que encuentre que mi exposici�n no se ajusta “al estado actual de la ciencia”. S�lo puedo responder que no he querido hacer referencia a ninguna clase de resultados cient�ficos, sino simplemente describir aquello que cada uno experimenta en su propia conciencia. El haber insertado algunas frases sobre los intentos de la conciencia para conciliarse con el mundo s�lo ten�a por objeto aclarar los hechos reales. Por la misma raz�n, tampoco ha sido mi intenci�n emplear las distintas expresiones, como “Yo”, “esp�ritu”, “mundo”, “Naturaleza”, etc., del modo exacto en el que habitualmente �stas se usan en la psicolog�a y la filosof�a. La conciencia ordinaria no conoce las sutiles diferencias de la ciencia, y hasta aqu� se ha tratado simplemente de considerar los hechos que se presentan todos los d�as. Lo que me importa no es c�mo la ciencia ha interpretado la conciencia hasta ahora, sino c�mo �sta se manifiesta en cada momento.