Los conceptos y las ideas surgen por el pensar. Quï¿½ es un concepto no se puede expresar con palabras. Las palabras sï¿½lo pueden hacerle ver al hombre, que tiene conceptos. Cuando alguien ve un ï¿½rbol, su pensar reacciona ante la observaciï¿½n; al objeto se le aï¿½ade un complemento ideal y considera el objeto y el complemento ideal como un todo. Cuando desaparece el objeto de su campo visual, le queda solamente el complemento ideal de ï¿½l. Este ï¿½ltimo es el concepto del objeto. Cuanto mï¿½s se amplï¿½a nuestra experiencia, tanto mayor se hace la suma de nuestros conceptos. Los conceptos, sin embargo, no se encuentran aislados. Se combinan para formar un todo ordenado. El concepto “organismo” se combina, por ejemplo, con los de “desarrollo ordenado, crecimiento”. Otros conceptos formados por objetos individuales se funden totalmente en uno sï¿½lo. Todos los conceptos que me formo de leones se funden en el concepto global “leï¿½n”. De esta manera se vinculan los conceptos aislados para formar un sistema conceptual cerrado, en el que cada uno tiene su lugar especial. Las ideas no se distinguen cualitativamente de los conceptos. Son solamente conceptos de mayor contenido, mï¿½s ricos y mï¿½s amplios. Tengo que resaltar la importancia de este punto, en el que ha de tenerse en cuenta que yo he puesto al pensar como punto de partida, y no a los conceptos e ideas, que sï¿½lo se obtienen a travï¿½s del pensar. Ellos presuponen el pensar. Por consiguiente, lo que he dicho sobre la naturaleza del pensar, que descansa en sï¿½ misma y que no estï¿½ determinada por cosa alguna, no debe aplicarse simplemente a los conceptos. (Lo hago notar aquï¿½ expresamente, porque es aquï¿½ donde difiero de Hegel. El establece el concepto como principio y origen).

“Si un dï¿½a de septiembre, yendo por el campo, oï¿½mos un ruido a pocos pasos de distancia, y al borde de una zanja de donde parecï¿½a provenir, vemos moverse la hierba, probablemente nos dirigiremos a ese lugar para averiguar la causa del ruido y del movimiento. Al acercarnos, aletea una perdiz en la zanja, y con ello queda satisfecha nuestra curiosidad: tenemos lo que llamamos la explicaciï¿½n de los fenï¿½menos. De esta explicaciï¿½n, bien entendida, se desprende lo siguiente: como en la vida hemos comprobado innumerables veces que una alteraciï¿½n de la quietud de cuerpos pequeï¿½os va acompaï¿½ada del movimiento de otros cuerpos que se encuentran entre ellos, y como por ello hemos generalizado la relaciï¿½n entre esas alteraciones y los respectivos movimientos, damos por explicada esta alteraciï¿½n particular, tan pronto como encontramos que constituye un ejemplo de dicha relaciï¿½n”.

Considerï¿½ndolo con mï¿½s precisiï¿½n, la cosa resulta ser totalmente distinta a la que se ha descrito aquï¿½. Cuando oigo un ruido, busco primero el concepto para esta observaciï¿½n. Es este concepto el que me lleva mï¿½s allï¿½ del ruido. Quien no reflexione mï¿½s, oye simplemente el ruido y se contenta con ello. Sin embargo, por mi pensar, me doy cuenta de que he de tomar un ruido como efecto de algo. Por lo tanto, sï¿½lo cuando relaciono el concepto de efecto con la percepciï¿½n del ruido, tengo motivo para ir mï¿½s allï¿½ de la observaciï¿½n particular y buscar la causa. El concepto de efecto evoca el de causa, y busco entonces el objeto causante, el cual encuentro en forma de perdiz. Estos conceptos, causa y efecto, jamï¿½s puedo encontrarlos por la mera observaciï¿½n, por muy variada que ï¿½sta sea. La observaciï¿½n exige el pensar, y sï¿½lo ï¿½ste me indica el camino para relacionar una experiencia determinada con otra.

Ahora corresponde pasar del pensar al ser pensante, pues el pensar se une a la observaciï¿½n a travï¿½s de ï¿½l. La conciencia humana es el escenario en el que concepto y observaciï¿½n se encuentran, y donde se establece la relaciï¿½n recï¿½proca. Con ello se caracteriza, a su vez, la conciencia humana. Ella es la intermediaria entre el pensar y la observaciï¿½n. En tanto el hombre observa un objeto, ï¿½ste se le presenta como algo dado; en tanto piensa, aparece ï¿½l mismo como agente. Considera lo externo como objeto, y a sï¿½ mismo como sujeto pensante. Por el hecho de dirigir su pensar hacia la observaciï¿½n, tiene conciencia de los objetos; al dirigir su pensar sobre sï¿½ mismo, tiene conciencia de sï¿½ mismo o autoconciencia. La conciencia humana tiene necesariamente que ser a la vez autoconciencia, porque es conciencia pensante. Pues cuando el pensar dirige la mirada hacia su propia actividad, pone a su propia esencia, eso es, a su sujeto, como objeto, como cosa.

No puede olvidarse, sin embargo, que sï¿½lo con la ayuda del pensar podemos calificarnos como sujeto, y situarnos frente a los objetos. Por lo tanto, no se puede jamï¿½s considerar el pensar como una actividad meramente subjetiva. El pensar estï¿½ mï¿½s allï¿½ de sujeto y objeto. Crea estos dos conceptos, lo mismo que todos los demï¿½s. Cuando nosotros como sujetos pensantes relacionamos el concepto con un objeto, no podemos considerar esta relaciï¿½n como algo meramente subjetivo. No es el sujeto quien establece la relaciï¿½n, sino el pensar. El sujeto no piensa por ser sujeto, sino que se aparece a sï¿½ mismo como sujeto porque es capaz de pensar. La actividad que el hombre ejerce como ser pensante, no es meramente subjetiva, no es ni subjetiva ni objetiva, trasciende estos dos conceptos. Nunca puedo decir que mi sujeto individual piensa; ï¿½ste vive mï¿½s bien gracias al pensar. El pensar es un elemento que me eleva sobre mï¿½ mismo y que me vincula con los objetos. Sin embargo, me separa a la vez de ellos en tanto me sitï¿½a como sujeto frente a ellos.

Imaginemos que un ser con una inteligencia humana totalmente desarrollada surgiese de la nada y se pusiera frente al mundo. Lo percibirï¿½a, antes de empezar a pensar, como el contenido de la observaciï¿½n pura. El mundo le presentarï¿½a a este ser solamente un agregado incoherente de objetos de sensaciï¿½n: colores, sonidos, sensaciones de tacto, calor, olfato; despuï¿½s sentimientos de placer y desagrado. Todo este conjunto forma el contenido de la observaciï¿½n pura, exenta de pensar. En contraposiciï¿½n se encuentra el pensar dispuesto a desplegar su actividad tan pronto halla un punto de apoyo. La experiencia enseï¿½a que tal punto pronto aparece. El pensar tiene la capacidad de tender hilos de unos a otros elementos de observaciï¿½n. Enlaza con estos elementos determinados conceptos y los pone asï¿½ en relaciï¿½n. Ya hemos visto antes cï¿½mo relacionamos un ruido que nos llega con otra observaciï¿½n, de manera que identificamos al primero como efecto del segundo.

No empleo la expresiï¿½n sensaciï¿½n, porque tiene un significado especï¿½fico en filosofï¿½a, que es mï¿½s restringido que el de mi concepto de percepciï¿½n. Un sentimiento mï¿½o puedo llamarlo percepciï¿½n, pero no sensaciï¿½n en sentido fisiolï¿½gico. Adquiero conocimiento de mi sentimiento tambiï¿½n por el hecho de que para mï¿½ se torna percepciï¿½n. Y la manera de cï¿½mo adquirimos conocimiento sobre nuestro pensar por la observaciï¿½n, consiste en que tambiï¿½n podemos llamar percepciï¿½n al pensar en cuanto surge en nuestra conciencia.

El hombre ingenuo considera sus percepciones, tal como se le aparecen de forma inmediata, como cosas con una existencia totalmente independiente de ï¿½l. Cuando ve un ï¿½rbol, cree a primera vista que la forma en la que ï¿½l lo ve, con los colores de sus distintas partes, etc., se encuentra en el lugar hacia el que dirige la mirada. Cuando este mismo hombre por la maï¿½ana ve aparecer en el horizonte el disco solar, y sigue su ï¿½rbita, supone que todo esto existe y transcurre exactamente de la manera que ï¿½l lo observa. Persevera en esta creencia hasta que se encuentra con otras percepciones en contradicciï¿½n con aquï¿½llas. El niï¿½o que aï¿½n no tiene experiencia de las distancias quiere tocar la luna y sï¿½lo corrige lo que en una primera impresiï¿½n habï¿½a tomado por verdadero, cuando se topa con otra percepciï¿½n en contradicciï¿½n con la primera. Cada ampliaciï¿½n del cï¿½rculo de mis percepciones me obliga a rectificar mi concepto del mundo. Esto lo demuestra la vida diaria lo mismo que la evoluciï¿½n espiritual de la humanidad. La imagen que se habï¿½an formado los hombres de la antigï¿½edad sobre la relaciï¿½n de la Tierra con el Sol y los demï¿½s cuerpos celestes, tuvo que ser cambiada por Copï¿½rnico, porque no estaba en concordancia con las nuevas percepciones, que anteriormente eran desconocidas. Cuando el Dr.Franz operï¿½ a un ciego de nacimiento, ï¿½ste manifestï¿½ que antes de su operaciï¿½n se habï¿½a formado, por medio de las percepciones tï¿½ctiles un concepto totalmente distinto del tamaï¿½o de los objetos, mï¿½s tarde, lo corrigiï¿½ por las percepciones visuales.

Una simple reflexiï¿½n responde a esta pregunta. Si me sitï¿½o en el extremo de una alameda, los ï¿½rboles del extremo opuesto me parecen como si fueran mï¿½s bajo y estuvieran mï¿½s juntos que los del punto en que me encuentro. La imagen de mi percepciï¿½n serï¿½ distinta si cambio el lugar desde donde observo. Por lo tanto, la forma en la que se me presenta, depende de una condiciï¿½n que no tiene que ver con el objeto, sino conmigo, el observador. A la alameda le es totalmente indiferente el lugar en el que yo me encuentre. Sin embargo, la imagen que yo recibo de ella depende esencialmente de eso. De igual manera, es indiferente para el Sol y el sistema planetario que el hombre los observe precisamente desde la Tierra, pero la imagen perceptual que le ofrece estï¿½ condicionada por ser ï¿½sta su morada. Esta dependencia de las imï¿½genes perceptuales de nuestro punto de observaciï¿½n es la mï¿½s fï¿½cil de comprender. La cuestiï¿½n se vuelve mï¿½s difï¿½cil cuando conocemos la dependencia de nuestro mundo de percepciï¿½n de nuestra organizaciï¿½n corporal y espiritual. Los fï¿½sicos nos enseï¿½an que dentro del espacio en el que oï¿½mos un sonido, tienen lugar vibraciones del aire, y que tambiï¿½n el cuerpo en el que buscamos el origen del sonido existe un movimiento vibratorio de sus partes. Sï¿½lo percibimos este movimiento como sonido, si tenemos el oï¿½do normalmente organizado. Sin ï¿½l, el mundo entero permanecerï¿½a para nosotros en eterno silencio. La fisiologï¿½a nos informa que hay personas que no perciben nada del magnï¿½fico esplendor de colores que nos circunda. Su imagen perceptual sï¿½lo se limita a matices de claro y oscuro. Otros no perciben un color determinado, por ejemplo, el rojo. A su imagen del mundo le falta este tono, y es por lo tanto efectivamente distinta de la que posee el hombre normal. Quisiera denominar matemï¿½tica, la dependencia de mi imagen perceptual respecto al punto de mi observaciï¿½n, y cualitativa, la que se refiere a mi organizaciï¿½n. Aquï¿½lla condiciona las proporciones y distancias respectivas de mis percepciones; ï¿½sta, su cualidad. El que yo vea una superficie roja —esta determinaciï¿½n cualitativa— depende de la organizaciï¿½n de mi ojo.

Por tanto, las imï¿½genes de mi percepciï¿½n son en primer lugar subjetivas. El reconocimiento del carï¿½cter subjetivo de nuestras percepciones puede fï¿½cilmente inducirnos a dudar de la existencia de una base objetiva en ellas. Si sabemos que una percepciï¿½n, por ejemplo, la del color rojo, o la de un sonido determinado, no es posible sin una cierta estructura de nuestro organismo, tambiï¿½n puede llegarse a creer que esa percepciï¿½n no tiene consistencia propia aparte de nuestro organismo subjetivo, que sin el acto de percepciï¿½n, de la cual es objeto, no tendrï¿½a existencia alguna. Esta opiniï¿½n ha encontrado en George Berkeley un representante clï¿½sico, que opinaba que el hombre, desde el momento en que se hace consciente de lo que significa ser sujeto de la percepciï¿½n, ya no puede creer en la existencia de un mundo, sin el espï¿½ritu consciente. Asï¿½, dice:

“Algunas verdades estï¿½n tan cerca y son tan evidentes que basta con abrir los ojos para verlas. Una de ellas es la afirmaciï¿½n de que todo el coro celeste, y todo cuanto pertenece a la Tierra, en una palabra, todos los cuerpos que comprenden la grandiosa estructura del universo, no poseen sustancia alguna fuera del Espï¿½ritu; que su esencia estï¿½ basada en ser percibidos o conocidos. Por consiguiente, en tanto no sean realmente percibidos por mï¿½, o no existan en mi conciencia o en la de otro espï¿½ritu creado, una de dos, o no tienen existencia alguna, o existen en la conciencia de un Espï¿½ritu eterno”.

Segï¿½n esta tesis, no queda nada de lo percibido, si se prescinde del acto de percepciï¿½n. No existe ningï¿½n color si no se mira, ningï¿½n sonido, si no se oye. De igual manera, tampoco existen ni expansiï¿½n, ni forma, ni movimiento, fuera del acto de percepciï¿½n. En ninguna parte vemos simple expansiï¿½n o forma, sino siempre unidas a colores u otras propiedades que dependen, indiscutiblemente, de nuestra subjetividad. Si ï¿½stas ï¿½ltimas desaparecen con nuestra percepciï¿½n, lo mismo tiene que ocurrir con aquï¿½llas, a las cuales estï¿½n unidas.

A la objeciï¿½n de que deberï¿½a de hecho haber cosas que existen ajenas a la conciencia y que son parecidas a las imï¿½genes de la percepciï¿½n consciente, aï¿½n cuando la figura, el color, el sonido, etc., no tiene otra existencia excepto la inherente al acto de percepciï¿½n, responde la citada opiniï¿½n diciendo: un color sï¿½lo puede parecerse a un color, una figura, a otra. Nuestras percepciones sï¿½lo pueden parecerse a nuestras percepciones, pero en absoluto a otras cosas. Incluso lo que llamamos un objeto, no es otra cosa que un conjunto de percepciones, unidas entre sï¿½ de una forma determinada. Si a una mesa le extraigo la forma, la dimensiï¿½n, el color, etc., en fin, todo lo que es mi percepciï¿½n, no queda nada. Esta opiniï¿½n conduce a la afirmaciï¿½n: los objetos de mis percepciones existen sï¿½lo por mï¿½, y mï¿½s aï¿½n, sï¿½lo en tanto y cuanto y los percibo; desaparecen, al desaparecer mi percepciï¿½n y sin ella no tienen ningï¿½n sentido. Sin embargo, a parte de mis percepciones no conozco, ni puedo tener conocimiento, de ningï¿½n objeto.

No puede objetarse nada contra esta afirmaciï¿½n, si sï¿½lo tomo en consideraciï¿½n el hecho general de que mi organizaciï¿½n subjetiva determina en parte mi percepciï¿½n. Pero esto serï¿½a esencialmente distinto si fuï¿½ramos capaces de indicar cuï¿½l es la funciï¿½n de nuestro acto de percepciï¿½n en la formaciï¿½n de una percepciï¿½n. Sabrï¿½amos entonces quï¿½ ocurre en la percepciï¿½n durante el acto de percibir, y podrï¿½amos tambiï¿½n precisar quï¿½ es lo que ya tiene que haber en ella antes de ser percibida.

Con esto, pasa nuestra atenciï¿½n del objeto de la percepciï¿½n al sujeto de la misma. Yo no percibo solamente otras cosas, sino que tambiï¿½n me percibo a mï¿½ mismo. La percepciï¿½n de mï¿½ mismo tiene por contenido, en primer lugar, que yo soy lo permanente frente al continuo ir y venir de las imï¿½genes de mi percepciï¿½n. La percepciï¿½n del Yo puede surgir siempre en mi conciencia, mientras tengo otras percepciones. Cuando me concentro en la percepciï¿½n de un objeto determinado, sï¿½lo soy consciente en ese momento de ï¿½l. A esta percepciï¿½n puede sumarse la de mï¿½ mismo. Entonces, soy consciente no solamente de ese objeto, sino tambiï¿½n de mi persona, que se halla frente a aquï¿½l y lo observa. No solamente veo un ï¿½rbol, sino que sï¿½ tambiï¿½n que quien lo ve, soy yo. Tambiï¿½n me doy cuenta de que algo sucede en mï¿½ mientras observo el ï¿½rbol. Cuando ï¿½ste desaparece de mi campo visual, permanece en mi conciencia una reminiscencia de lo sucedido: una imagen del ï¿½rbol. Esta imagen se ha unido a mï¿½ durante mi observaciï¿½n. Yo me he enriquecido; se ha agregado un nuevo elemento a su contenido. A este elemento lo llamo mi representaciï¿½n del ï¿½rbol. Nunca estarï¿½a en condiciï¿½n de hablar de representaciones, si no las vivenciara en la percepciï¿½n de mï¿½ mismo, y me doy cuenta de que con cada percepciï¿½n cambia tambiï¿½n el contenido de mi Yo, me veo obligado a relacionar la observaciï¿½n del objeto con el cambio de mi propio estado, y a hablar de mi representaciï¿½n.

La representaciï¿½n la percibo en mï¿½ mismo, en el mismo sentido en que percibo colores, sonidos, etc., en otros objetos. Ahora puedo hacer la distinciï¿½n de llamar mundo exterior a esos otros objetos que se me presentan, mientras que denomino mundo interior al contenido de la percepciï¿½n de mi Yo. El desconocimiento de la relaciï¿½n entre representaciï¿½n y objeto, ha conducido a los mayores malentendidos de la filosofï¿½a moderna. La percepciï¿½n del cambio en nosotros, la modificaciï¿½n que sufre mi Yo, se ha puesto en primer lugar, y se ha perdido de vista el objeto causante de esa modificaciï¿½n. Se ha dicho: no percibimos los objetos, sino sï¿½lo nuestras representaciones. Yo no sï¿½ nada de la mesa, que es el objeto de mi observaciï¿½n, sino ï¿½nicamente del cambio que se produce en mï¿½, mientras percibo la mesa. Esta concepciï¿½n no debe confundirse con la Berkeley antes mencionada. Berkeley afirma la naturaleza subjetiva del contenido de mis percepciones, pero no dice que sï¿½lo pueda conocer mis representaciones. Limita mi saber a mis representaciones, porque opina que no existen objetos fuera del acto de la representaciï¿½n. Lo que yo considero como una mesa, cesa de existir, segï¿½n Berkeley, tan pronto como dejo de dirigir mi mirada hacia ella. Por lo tanto, Berkeley deja que mis percepciones se formen por el poder de Dios. Yo veo una mesa, porque Dios evoca en mï¿½ esa percepciï¿½n. De ahï¿½, que Berkeley no conoce otros seres reales mï¿½s que Dios y los espï¿½ritus humanos. Lo que llamamos el mundo no existe, sino dentro de los seres espirituales. Lo que el hombre ingenuo llama mundo exterior, naturaleza corpï¿½rea, no existe para Berkeley. Frente a esta visiï¿½n domina ahora la de Kant, que limita nuestro conocimiento del mundo a nuestras representaciones, no porque estï¿½ convencido de que fuera de ellas no pueda haber otras cosas, sino porque nos considera organizados de tal manera, que sï¿½lo podemos conocer los cambios que se producen en nuestro propio ser, no las cosas en sï¿½, que originan estos cambios. De este hecho se deduce que yo sï¿½lo tengo conocimiento de mis representaciones, no de que esas representaciones tengan existencia independiente, sino ï¿½nicamente que el sujeto no puede, de modo inmediato, aprehender tal existencia, y que sï¿½lo “por medio de sus pensamientos subjetivos la puede imaginar, fingir, pensar, conocer, o quizï¿½ no conocer” (O. Liebmann: “Sobre el anï¿½lisis de la realidad”). Esta concepciï¿½n cree expresar algo absolutamente cierto, algo evidente sin necesidad alguna de prueba.

“La primera proposiciï¿½n fundamental que el filï¿½sofo tiene que tener claramente en la conciencia, consiste en reconocer que nuestro saber en primer lugar no trasciende nuestras representaciones. Nuestras representaciones son lo ï¿½nico que percibimos de manera inmediata, y que experimentamos de forma inmediata; y porque las experimentamos de forma inmediata, incluso la duda mï¿½s radical, no nos puede robar este conocimiento. Por el contrario, el conocimiento que trasciende nuestras representaciones (empleo este tï¿½rmino en el sentido mï¿½s amplio, de modo que tambiï¿½n abarca todo lo psï¿½quico) estï¿½ sujeto a duda. Por esta razï¿½n, es necesario, al comienzo de toda filosofï¿½a, poner en duda todo conocimiento que vaya mï¿½s allï¿½ de las representaciones”.

Asï¿½ empieza J.Volkelt su libro “La teorï¿½a del conocimiento de Kant”. Lo que aquï¿½ se presenta como si fuera una verdad inmediata y evidente es, en realidad, el resultado de una operaciï¿½n mental que se desarrolla de la siguiente manera: el hombre ingenuo cree que los objetos, tal como ï¿½l los percibe, existen tambiï¿½n fuera de su conciencia. Pero la fï¿½sica, la fisiologï¿½a y la psicologï¿½a parecen demostrar que para nuestras percepciones es indispensable nuestra organizaciï¿½n, por consiguiente, que no podemos saber nada mï¿½s que lo que nuestra organizaciï¿½n nos transmite de las cosas.

Por lo tanto, nuestras percepciones son modificaciones de nuestra organizaciï¿½n, no cosas en sï¿½. Eduard von Hartmann ha caracterizado de hecho el pensamiento aquï¿½ descrito, como aquï¿½l que nos conduce necesariamente al convencimiento de que ï¿½nicamente podemos tener un conocimiento directo de nuestras representaciones (en su libro “El problema fundamental de la teorï¿½a del Conocimiento”). Por el hecho de que fuera de nuestro organismo encontramos vibraciones de los cuerpos y del aire, que se nos presentan como sonido, se infiere que lo que llamamos sonido no es mï¿½s que una reacciï¿½n subjetiva de nuestro organismo a esos movimientos en el mundo exterior. De la misma manera se deduce que el color y el calor son sï¿½lo modificaciones de nuestro organismo. Y en efecto, se opina que ambos tipos de percepciï¿½n se producen en nosotros por efecto de procesos en el mundo exterior, que son enteramente diferentes de la experiencia de calor y de la experiencia de color. Cuando tales procesos excitan los nervios de la piel de mi cuerpo, tengo la sensaciï¿½n subjetiva de calor, cuando encuentran el nervio visual, percibo luz y color. La luz, el color y el calor son, por lo tanto, aquello con lo que mis nervios sensoriales responden a la excitaciï¿½n exterior. Tampoco el sentido del tacto me da a conocer los objetos del mundo exterior, sino solamente mis propios estados.

Segï¿½n la fï¿½sica moderna podrï¿½amos imaginarnos que los cuerpos se componen de partï¿½culas infinitamente pequeï¿½as, las molï¿½culas, y que ï¿½stas no se tocan directamente, sino que guardan cierta distancia entre sï¿½. Entre ellas existe un espacio vacï¿½o, a travï¿½s del cual se influyen recï¿½procamente por medio de fuerzas de atracciï¿½n y de repulsiï¿½n. Cuando acerco mi mano a un cuerpo, las molï¿½culas de mi mano no tocan directamente las del cuerpo, sino que entre cuerpo y mano queda cierto espacio, y lo que yo experimento como resistencia de ese cuerpo, no es otra cosa que el efecto de la fuerza de repulsiï¿½n que ejercen las molï¿½culas sobre mi mano. Me quedo totalmente fuera de aquel cuerpo, y sï¿½lo percibo su efecto sobre mi organismo.

Como ampliaciï¿½n a estas consideraciones, existe la teorï¿½a de las llamadas energï¿½as sensorias especï¿½ficas, propugnada por J.Mï¿½ller. Sostiene que cada sentido tiene la caracterï¿½stica de responder solamente de una forma determinada a todo estï¿½mulo exterior. Si se estimula el nervio ï¿½ptico, se produce una percepciï¿½n luminosa, independientemente de si ï¿½sta es provocada por lo que llamamos luz, por una presiï¿½n mecï¿½nica, o por una corriente elï¿½ctrica que actï¿½a sobre el nervio. Por otra parte, los mismos estï¿½mulos externos suscitan en distintos sentidos las correspondientes percepciones diferentes. De esto parece deducirse que nuestros sentidos sï¿½lo pueden transmitir lo que sucede en ellos mismos, pero nada del mundo exterior. Determinan las percepciones segï¿½n su propia naturaleza.

La fisiologï¿½a muestra que tampoco podemos saber directamente quï¿½ efecto producen los objetos en nuestros ï¿½rganos sensorios. Al investigar los procesos en nuestro cuerpo, el fisiï¿½logo descubre que los efectos del movimiento exterior se modifican ya de la mï¿½s variada manera en los ï¿½rganos sensorios. Lo vemos con la mayor claridad en el ojo y en el oï¿½do. Ambos son ï¿½rganos muy complejos que transforman de forma esencial el estï¿½mulo exterior, antes de transmitirlo al nervio respectivo. El estï¿½mulo transformado es transmitido entonces del extremo perifï¿½rico del nervio al cerebro. Sï¿½lo entonces pueden ser estimulados los ï¿½rganos centrales. De esto resulta que el suceso exterior sufre una serie de transformaciones antes de llegar a la conciencia. Lo que ocurre en el cerebro se conecta con el suceso exterior a travï¿½s de tantos procesos intermedios que ya no puede pensarse en similitud alguna con aquï¿½l. Lo que el cerebro finalmente transmite al alma, no son ni sucesos exteriores, ni procesos de los ï¿½rganos sensorios, sino ï¿½nicamente los del cerebro. Pero incluso estos ï¿½ltimos tampoco los percibe el alma directamente. Lo que finalmente tenemos en nuestra conciencia no son, en absoluto, procesos cerebrales, sino sensaciones. Mi sensaciï¿½n de rojo no tiene similitud alguna con el proceso que tiene lugar en el cerebro cuando yo siento el rojo. Esto ï¿½ltimo se produce en el alma como efecto causado por el proceso cerebral. Por ello dice Hartmann (“Problema bï¿½sico de la teorï¿½a del conocimiento”): “Lo que el sujeto percibe son, por lo tanto, siempre sï¿½lo modificaciones de sus propio estados psï¿½quicos y nada mï¿½s”. Cuando yo tengo sensaciones, sin embargo, ï¿½stas estï¿½n aï¿½n lejos de poder agruparse con lo que yo percibo como objetos. El cerebro solamente puede transmitirme sensaciones sueltas. Las sensaciones de dureza y de suavidad se transmiten por el tacto, las de colores, las sensaciones de luz, por la vista. Sin embargo, todas se encuentran unidas en el mismo objeto. Esta uniï¿½n sï¿½lo puede llevarla a cabo el alma misma. Esto es, el alma forma los cuerpos a partir de sensaciones aisladas que le proporciona el cerebro. Mi cerebro me transmite separadamente, y por conductos enteramente distintos, las sensaciones de la vista, del tacto y del oï¿½do, que el alma combina, por ejemplo, en la representaciï¿½n “trompeta”. Es este eslabï¿½n final, la representaciï¿½n de la trompeta, lo que aparece en mi conciencia en primer lugar. En ï¿½ste ya no hay nada de lo que existe fuera de mï¿½ y que originariamente ha causado una impresiï¿½n en mis sentidos. El objeto exterior, en su trayecto al cerebro y a travï¿½s de ï¿½ste al alma, se pierde totalmente.

Serï¿½ difï¿½cil encontrar en la historia de la vida psï¿½quica humana otro sistema ideolï¿½gico construido con mï¿½s agudeza, pero que, no obstante, examinï¿½ndolo mï¿½s de cerca, se viene abajo. Observemos detalladamente cï¿½mo estï¿½ construido. Se parte de lo que le es dado a la conciencia ordinaria del objeto percibido. Luego se muestra que todo lo perteneciente a este objeto, no existirï¿½a para nosotros si no tuviï¿½ramos sentidos. Sin el ojo no hay color; por lo tanto, el color aï¿½n no estï¿½ presente en lo que ejerce su efecto sobre el ojo. Aparece solamente la actuaciï¿½n recï¿½proca del ojo con el objeto. Este es, por tanto, incoloro. Pero tampoco existe el color en el ojo; pues en ï¿½l tiene lugar un proceso quï¿½mico o fï¿½sico, que es transmitido por el nervio al cerebro, donde provoca otro proceso. Pero ï¿½ste aï¿½n no es el color. Este sï¿½lo surgirï¿½ en el alma por medio del proceso cerebral. Ni siquiera ahora entra en mï¿½, sino que el alma lo incorpora a un cuerpo en el mundo exterior. En ï¿½ste, finalmente creo percibirlo. Hemos hecho un cï¿½rculo completo. Nos hemos hecho conscientes de un cuerpo de color. Esto es lo primero. Despuï¿½s surge la operaciï¿½n mental. Si no tuviera ojos, ese cuerpo serï¿½a para mï¿½ incoloro. Por lo tanto, no puede atribuir el color al cuerpo. Voy en su busca. Lo busco en el ojo: en vano; en el nervio; en vano; en el cerebro; tambiï¿½n inï¿½tilmente; en el alma; aquï¿½ lo encuentro, pero no unido al cuerpo. Al cuerpo de color lo vuelvo a encontrar sï¿½lo de nuevo allï¿½ de donde he partido. El cï¿½rculo se cierra. Creo reconocer como producto de mi alma, lo que el hombre ingenuo considera existente fuera, en el espacio.

Mientras uno se quede aquï¿½, todo parece perfectamente encajado. Pero tenemos que volver a considerarlo todo desde el principio. Hasta ahora he tenido en cuenta una cosa: la percepciï¿½n exterior, de la cual antes, como hombre ingenuo, tenï¿½a una idea totalmente errï¿½nea. Pensaba que el objeto, tal como lo percibo, tenï¿½a existencia objetiva. Ahora me doy cuenta de que desaparece junto con mi representaciï¿½n, que no es mï¿½s que una modificaciï¿½n de mis estados anï¿½micos. ï¿½Puedo justificar mis consideraciones partiendo de ella? ï¿½Puedo decir que ella actï¿½a sobre mi alma? A partir de ahora, la mesa, de la que antes creï¿½a que actuaba sobre mï¿½ y que producï¿½a una representaciï¿½n en mï¿½, la tendrï¿½ que considerar a ella misma como representaciï¿½n. Consecuentemente, tambiï¿½n mis ï¿½rganos sensorios y sus procesos son meramente subjetivos. No tengo derecho a hablar de un ojo real, sino solamente de mi representaciï¿½n del ojo. Lo mismo ocurre respecto a los conductos nerviosos y al proceso cerebral, y no menos con los procesos del alma misma, en la cual han de formarse las cosas a partir del caos de sensaciones mï¿½ltiples. Si, suponiendo la veracidad del primer proceso de pensamientos, vuelvo a examinar todos los pasos del acto cognoscitivo, ï¿½ste aparece como un tejido de representaciones que, como tales, no pueden actuar mutuamente. No puedo decir: mi representaciï¿½n del objeto actï¿½a sobre mi representaciï¿½n del ojo, y de esta acciï¿½n recï¿½proca surge la representaciï¿½n del color. Pero tampoco es necesario; pues tan pronto como veo claramente que mis ï¿½rganos sensorios y sus actividades, los procesos de mis nervios y de mi alma, sï¿½lo pueden tener lugar por la percepciï¿½n, el argumento descrito se revela totalmente imposible. Es del todo cierto que yo no tengo percepciï¿½n sin el correspondiente ï¿½rgano sensorio; pero lo que en ï¿½ste ocurre tampoco puedo percibirlo sin la percepciï¿½n. Puedo pasar de mi percepciï¿½n de la mesa al ojo que la ve, a los nervios de la epidermis que la toca; pero lo que en ellos sucede, solamente lo puedo saber por medio de la percepciï¿½n. Y pronto advierto que en el proceso que tiene lugar en el ojo no existe absolutamente nada semejante a lo que percibo como color. No puedo rechazar mi percepciï¿½n del color apuntando al proceso que durante la percepciï¿½n tiene lugar en el ojo. Tampoco encuentro otra vez el color en los procesos nerviosos y cerebrales; solamente vinculo nuevas percepciones dentro de mi organismo con la primera que, para el hombre ingenuo se encuentra localizada fuera. Yo sï¿½lo paso de una percepciï¿½n a otra.

Ademï¿½s, se da un salto en toda la argumentaciï¿½n. Puedo seguir el desarrollo de los procesos en mi organismo hasta los de mi cerebro, si bien mis supuestos se tornan cada vez mï¿½s hipotï¿½ticos cuanto mï¿½s me acerco a los procesos centrales del cerebro. El desarrollo de la observaciï¿½n exterior termina al llegar a los procesos de mi cerebro, y precisamente en aquï¿½llos que yo percibirï¿½a si pudiera examinar el cerebro con medios y mï¿½todos fï¿½sicos y quï¿½micos. La observaciï¿½n interior comienza con la sensaciï¿½n y llega hasta la formaciï¿½n de “cosas”, a partir del material de sensaciï¿½n. En la transiciï¿½n del proceso cerebral a la sensaciï¿½n se interrumpe la observaciï¿½n.

La forma de pensar aquï¿½ descrita, conocida como idealismo crï¿½tico, en contraposiciï¿½n al punto de vista de la conciencia ingenua, al que llama realismo ingenuo, comete el error de caracterizar una clase de percepciones como representaciï¿½n, mientras que toma la otra en el mismo sentido en que la considera el realismo ingenuo, al que aparentemente refuta. Quiere demostrar que las percepciones, aceptando ingenuamente como hechos objetivamente valederos las percepciones pertenecientes al propio organismo; ademï¿½s, no se da cuenta de que confunde dos esferas de la observaciï¿½n, para las que no encuentra conexiï¿½n.

El idealismo crï¿½tico sï¿½lo puede refutar al realismo ingenuo, si ï¿½l mismo, tambiï¿½n de modo ingenuo-realista, atribuye a su propio organismo existencia objetiva. En el momento en que adquiera conciencia de la total similitud entre las percepciones que abarcan el propio organismo y aquï¿½llas que el realismo ingenuo considera como objetivamente existentes, ya no podrï¿½ apoyarse en las primeras como base segura. Tendrï¿½a que considerar tambiï¿½n su organizaciï¿½n subjetiva como un mero conjunto de representaciones. Con ello pierde la posibilidad de considerar que el contenido del mundo perceptible es originado por la organizaciï¿½n espiritual. Tendrï¿½a que asumir que la representaciï¿½n “color” no es sino una modificaciï¿½n de la representaciï¿½n “ojo”. El llamado idealismo crï¿½tico no puede probarse sin tomar algo prestado del realismo ingenuo. Este sï¿½lo puede refutarse dando por vï¿½lidos, sin probarlos, sus propios presupuestos en otros campos.

“El mundo es mi representaciï¿½n: ï¿½sta es la verdad, vï¿½lida para todo ser viviente y cognoscente; si bien sï¿½lo el hombre puede elevarla a la conciencia reflejada abstracta; y si realmente lo hace, entra con ello en el discernimiento filosï¿½fico. Verï¿½ con claridad y certeza que ï¿½l no conoce el Sol ni la Tierra, sino siempre tan sï¿½lo un ojo que ve el Sol, una mano que toca la Tierra; que el mundo que le circunda sï¿½lo existe como representaciï¿½n, esto es, sï¿½lo en relaciï¿½n con lo otro, con el que se lo representa, que es ï¿½l mismo. Si hay una verdad que puede expresarse a priori, es ï¿½sta, pues es la expresiï¿½n de aquella forma de toda experiencia posible e imaginable, que es mï¿½s general que todas las demï¿½s, mï¿½s que el tiempo, el espacio y la causalidad: puesto que todas ï¿½stas precisamente presuponen aquï¿½lla...”

Toda esta frase se viene abajo ante el hecho que he mencionado mï¿½s arriba, que el ojo y la mano no son menos percepciones que el Sol y la Tierra. Y se podrï¿½a responder en el sentido de Schopenhauer y empleando su propio modo de expresarse: mi ojo que ve el Sol y mi mano que toca la Tierra, son representaciones mï¿½as, exactamente como lo son el Sol y la Tierra mismos. Es evidente que con ello queda anulado el contenido de la frase. Pues solamente mi ojo real y mi mano real podrï¿½a tener las representaciones Sol y Tierra como modificaciones de sï¿½ mismo, pero no mis representaciones ojo y mano. El idealismo crï¿½tico ï¿½nicamente puede hablar de ï¿½stas.