De las consideraciones precedentes se deduce la imposibilidad de probar, por la investigaciï¿½n del contenido de nuestra percepciï¿½n, que nuestras percepciones son representaciones. Se supone que esta prueba queda establecida al mostrar que si el proceso de la percepciï¿½n se realiza segï¿½n los supuestos ingenuo-realistas en cuanto a nuestra constituciï¿½n psicolï¿½gica y fisiolï¿½gica, nos encontramos entonces, no con las cosas en sï¿½, sino simplemente con nuestras representaciones de las cosas. Ahora, si el realismo ingenuo, en sus consecuencias lï¿½gicas, conduce a resultados que presentan justamente lo opuesto de sus tesis, habrï¿½ que abandonar estas suposiciones y considerarlas impropias como fundamento de una concepciï¿½n del mundo. En cualquier caso, es inadmisible desechar las premisas y dar validez a las conclusiones, como hace el idealismo crï¿½tico, al afirmar: el mundo es mi representaciï¿½n, segï¿½n la demostraciï¿½n antes citada. (Eduard von Hartmann, en su obra “El problema bï¿½sico de la teorï¿½a del conocimiento”, expone extensamente dicha argumentaciï¿½n).

Para quien cree que la totalidad del mundo que percibe es sï¿½lo un mundo representado y, de hecho, el efecto en mi alma de cosas que me son desconocidas, para ï¿½l el problema del conocimiento no abarca ï¿½nicamente las representaciones que sï¿½lo se dan en el alma, sino aquellas cosas mï¿½s allï¿½ de nuestra conciencia e independientes de nosotros. Se pregunta: ï¿½Cuï¿½nto podemos llegar a conocer de estas ï¿½ltimas de forma mediata, ya que no son asequibles a nuestra observaciï¿½n inmediata? Quien adopta este punto de vista, no considera la relaciï¿½n interna entre sus percepciones conscientes, sino las causas desconocidas que existen independientemente de ï¿½l; mientras que, en su opiniï¿½n, las percepciones desaparecen tan pronto como ï¿½l aparta sus sentidos de las cosas. Desde este punto de vista, nuestra conciencia es como un espejo, cuyas imï¿½genes de las cosas tambiï¿½n desaparecen en el instante en el que la superficie reflectante no estï¿½ de cara a ellas. Ahora bien, quien no ve las cosas directamente, sino sï¿½lo sus imï¿½genes reflejas, tiene que adquirir conocimiento de la naturaleza de las primeras indirectamente, por el contenido de las reflejadas. De aquï¿½ parte la ciencia natural moderna, que se vale de las percepciones como ï¿½ltimo medio para obtener conocimiento sobre los procesos reales de la materia, que tienen lugar detrï¿½s de las percepciones. Si el fisiï¿½logo, como idealista crï¿½tico, admite la existencia del ser, entonces su bï¿½squeda cognoscitiva la dirige solamente hacia este ser mediante el uso indirecto de las representaciones. Su interï¿½s sobrepasa el mundo subjetivo de las representaciones, y va directamente a lo que las produce.

Para un idealista crï¿½tico, el mundo entero aparece como un sueï¿½o frente al cual toda bï¿½squeda de conocimiento no tiene sentido alguno. Para ï¿½l sï¿½lo puede haber dos categorï¿½as de hombres: los ilusos, que toman sus propias ensoï¿½aciones por realidad, y los sabios, que son conscientes de la futilidad de este mundo ilusorio, y que con el tiempo han de perder todo interï¿½s por seguir ocupï¿½ndose del mismo. Para este punto de vista, incluso la propia personalidad puede convertirse en imagen ilusoria. Al igual que entre las imï¿½genes del sueï¿½o aparece la nuestra propia, asï¿½ se forma en la conciencia de vigilia la representaciï¿½n del propio Yo, junto con la representaciï¿½n del mundo exterior. Asï¿½ pues, no tenemos en la conciencia nuestro Yo real, sino solamente la representaciï¿½n de nuestro Yo. Quien niega que existen cosas o, al menos, que podemos saber algo de ellas, tambiï¿½n tiene que negar la existencia, o bien, el conocimiento de la propia personalidad. El idealista crï¿½tico llega de esta manera a afirmar: “Toda realidad se convierte en un maravilloso sueï¿½o, sin vida sobre la que soï¿½ar, y sin espï¿½ritu que sueï¿½e; en un sueï¿½o, que no es sino un sueï¿½o de mï¿½ mismo.” (Vï¿½ase Fichte, “El destino del hombre”.)

Para quien cree que la vida es un sueï¿½o, es igual que suponga que no existe nada mï¿½s allï¿½ de ï¿½ste, o que relacione sus representaciones a cosas reales: la vida misma ha de perder para ï¿½l todo interï¿½s cientï¿½fico. Pero mientras que toda ciencia es un absurdo para el que cree que todo lo accesible se desvanece en ensueï¿½o, para aquï¿½l otro que se siente con derecho a sacar conclusiones de las cosas a partir de las representaciones, la ciencia consistirï¿½ en la investigaciï¿½n de esas “cosas en sï¿½”.

Una de las cuestiones principales para el realismo trascendental tendrï¿½a que ser: ï¿½Cï¿½mo forma el Yo, por sï¿½ mismo, el mundo de sus representaciones? Un mundo de representaciones que desaparece tan pronto como apartamos nuestros sentidos del mundo exterior puede suscitar un verdadero deseo de conocimiento, en cuanto constituye un medio para investigar indirectamente el mundo de la existencia del Yo-en-sï¿½. Si las cosas de nuestra experiencia fueran representaciones, nuestra vida cotidiana serï¿½a parecida a un ensueï¿½o, y el conocimiento del verdadero estado de las cosas, un despertar. Las imï¿½genes de nuestros sueï¿½os nos interesan mientras estamos soï¿½ando y por lo tanto no somos conscientes de su naturaleza onï¿½rica. En el momento en que nos despertamos ya no nos preguntamos por el nexo de las imï¿½genes onï¿½ricas, sino por los procesos fï¿½sicos, fisiolï¿½gicos y psicolï¿½gicos en que se basan. Por ello, el filï¿½sofo que considera el mundo su representaciï¿½n, tampoco puede interesarse por la relaciï¿½n interna de los componentes. Si llega a admitir la existencia de un Yo, ya no preguntarï¿½ cï¿½mo se relacionan sus representaciones entre sï¿½, sino quï¿½ es lo que sucede en el alma independientemente de ï¿½l, mientras su conciencia desarrolla determinadas representaciones. Cuando yo sueï¿½o que estoy bebiendo vino que me produce un ardor en la garganta, y me despierto con un acceso de tos (vï¿½ase Weigandt “El origen de los sueï¿½os” 1893), en el momento del despertar. El proceso del sueï¿½o deja de tener interï¿½s para mï¿½. Dirijo mi atenciï¿½n solamente a los procesos fisiolï¿½gicos y psicolï¿½gicos, por los cuales el acceso de tos se ha expresado simbï¿½licamente mediante la imagen del sueï¿½o. De la misma manera, el filï¿½sofo tan pronto como estï¿½ convencido del carï¿½cter de representaciï¿½n del mundo, tiene inmediatamente que saltar de este mundo a la realidad del alma que se halla detrï¿½s de ï¿½ste. La cosa es peor, si el ilusionismo niega totalmente la existencia del Yo en sï¿½ tras las representaciones, o lo considera, al menos, imposible de conocer. A semejante opiniï¿½n se le puede hacer fï¿½cilmente la observaciï¿½n de que, frente al ensueï¿½o existe el estado de vigilia que nos permite analizar los sueï¿½os y relacionarlos con las condiciones reales; pero que no tenemos ningï¿½n estado que guarde una relaciï¿½n parecida con el estado consciente de vigilia. Quien mantiene esta opiniï¿½n, no se da cuenta que existe algo que estï¿½ en relaciï¿½n con la mera percepciï¿½n, de igual manera que la experiencia en el estado de vigilia, con los sueï¿½os. Ese algo es el pensar.

Al hombre ingenuo no se le puede achacar la falta de comprensiï¿½n aquï¿½ mencionada. El se vuelca en la vida y toma por reales las cosas, tal como se le presentan a su experiencia. Sin embargo, el primer paso a dar mï¿½s allï¿½ de este punto de vista, ha de consistir en preguntar: ï¿½Cï¿½mo se relaciona el pensar con la percepciï¿½n? Da igual que la percepciï¿½n, tal como me es dada, subsista o no, antes y despuï¿½s de representï¿½rmela: si quiero afirmar algo sobre ella, sï¿½lo puedo hacerlo mediante el pensar. Si yo digo que el mundo es mi representaciï¿½n, expreso el resultado de un proceso pensante; y si mi pensar es aplicable al mundo, este resultado es errï¿½neo. Entre la percepciï¿½n y cualquier tipo de afirmaciï¿½n sobre ella, interviene el pensar.

La razï¿½n por la cual, generalmente, pasa desapercibida mientras examinamos las cosas. Ya lo hemos expuesto (vï¿½ase cap.V). Se debe al hecho de que dirigimos nuestra atenciï¿½n hacia el objeto de nuestro pensar, pero no, al mismo tiempo, hacia el pensar mismo. Por esta razï¿½n, la conciencia ingenua considera el pensar como algo que no tiene nada que ver con las cosas, que se mantiene apartado de ellas, y que contempla el mundo. La imagen que el pensador concibe de los fenï¿½menos del mundo, no se toma como algo que pertenece a las cosas, sino como algo existente solamente en el intelecto del hombre; el mundo estï¿½ completo sin esta imagen. El mundo estï¿½ totalmente terminado, con todas sus sustancias y fuerzas; y de este mundo ya completo se forma el hombre una imagen. A los que piensan asï¿½ hay que preguntarles: ï¿½Con quï¿½ derecho declarï¿½is completo el mundo, excluyendo el pensar? ï¿½No produce el mundo el pensar en la mente del hombre, con la misma necesidad con la que produce la floraciï¿½n de una planta? Plantad una semilla en la tierra: echarï¿½ raï¿½ces y formarï¿½ el tallo; le saldrï¿½n hojas y flores. Observad la planta frente a vosotros. Se une en vuestra alma con un concepto determinado. ï¿½Por quï¿½ pertenece este concepto menos a la planta entera que la hoja y la flor? Vosotros decï¿½s: las hojas y las flores existen sin un sujeto que las perciba; el concepto sï¿½lo aparece cuando el hombre se sitï¿½a frente a la planta. Ciertamente; pero las flores y las hojas sï¿½lo crecen en la planta, si hay tierra en que se pueda plantar la semilla, si hay luz y aire que les permitan desarrollarse. Del mismo modo se forma el concepto de la planta, cuando se une a ella una conciencia pensante.

Es totalmente arbitrario considerar como una totalidad, como un todo, la suma de lo que experimentamos de una cosa por medio de la mera percepciï¿½n, y considerar como algo aï¿½adido, sin relaciï¿½n alguna con esa misma cosa, aquello que resulta de la contemplaciï¿½n pensante. Si hoy tengo en la mano el capullo de una rosa, la imagen que se ofrece a mi percepciï¿½n sï¿½lo puedo considerarla momentï¿½neamente como algo terminado. Si lo pongo en agua, maï¿½ana verï¿½ un aspecto bien distinto de este objeto. Si no aparto mi vista del capullo verï¿½ transformarse el estado de hoy, a travï¿½s de innumerables estados intermedios en el de maï¿½ana. La imagen que se me presenta en un instante determinado es sï¿½lo un estado momentï¿½neo de un objeto que se halla en una continua transformaciï¿½n. Si no pongo el capullo en agua, no desarrolla entonces una serie de estados posibles que tiene en potencia. Por lo tanto, maï¿½ana me serï¿½a imposible seguir la observaciï¿½n del florecimiento y obtendrï¿½a por ello una imagen incompleta.

Quisiera aclararlo mï¿½s con un ejemplo. Si lanzo una piedra por el aire en direcciï¿½n horizontal, la veo sucesivamente en distintos puntos de su trayectoria. Uno estos puntos con una lï¿½nea. A travï¿½s de la matemï¿½tica conozco las diferentes formas de lï¿½neas, incluida la parï¿½bola como la lï¿½nea que se forma cuando un punto se mueve de determinada manera. Si examino las condiciones del movimiento de la piedra lanzada, descubro que la lï¿½nea de su movimiento es idï¿½ntica con la de la parï¿½bola. Que la piedra se mueva precisamente en parï¿½bola, es el resultado de las condiciones dadas, a las cuales obedece necesariamente. La forma de la parï¿½bola pertenece a todo el fenï¿½meno, lo mismo que las demï¿½s caracterï¿½sticas del mismo. Al espï¿½ritu arriba mencionado, que no necesitarï¿½a aï¿½adir el pensamiento, se le presentarï¿½a, no solamente una suma de percepciones visuales en distintos puntos, sino tambiï¿½n la forma parabï¿½lica de la trayectoria, no separada del fenï¿½meno, lo cual sï¿½lo lo incluimos en el fenï¿½meno mediante el pensar.

El hombre es un ser limitado. En primer lugar, es un ser entre otros seres. Su ser pertenece al espacio y al tiempo. Por ello tambiï¿½n sï¿½lo le puede ser dada una parte limitada del universo entero, en un momento determinado. Sin embargo, esta parte estï¿½ unida en todas direcciones con otras partes, tanto en el tiempo como en el espacio. Si nuestra existencia estuviera unida con las cosas de tal manera que todo acontecer del mundo fuese a la vez nuestro acontecer, no existirï¿½an cosas diferenciadas. Todo acontecer se sucederï¿½a en constante continuidad. El cosmos serï¿½a una unidad y un todo encerrado en sï¿½ mismo. La corriente del acontecer no tendrï¿½a interrupciï¿½n. Debido a nuestra limitaciï¿½n nos parece unidad lo que en verdad no lo es. En ninguna parte, por ejemplo, existe la cualidad de rojo aislada. Estï¿½ rodeada de otras cualidades, a las cuales pertenece y sin las cuales no podrï¿½a existir. A nosotros, sin embargo nos resulta necesario aislar ciertos sectores del mundo y considerarlos separadamente. Nuestro ojo sï¿½lo puede captar colores distintos secuencialmente de entre un todo multicolor, lo mismo que nuestra mente sï¿½lo puede captar conceptos aislados de un sistema conceptual bien cohesionado. Esta separaciï¿½n es un acto subjetivo, condicionado por el hecho de que nosotros no somos idï¿½nticos al proceso universal, sino un ser entre otros seres.

Ahora tratemos de definir la posiciï¿½n de nuestro propio ser frente a los demï¿½s seres. Esta definiciï¿½n debe distinguirse de la mera adquisiciï¿½n de conciencia de nuestro propio Yo. Esto ï¿½ltimo se apoya en la percepciï¿½n, lo mismo que la toma de conciencia de cualquier otra cosa. La percepciï¿½n de mï¿½ mismo me muestra un conjunto de particularidades que yo reï¿½no en el todo de mi personalidad, lo mismo que las caracterï¿½sticas de amarillo, brillo metï¿½lico, dureza, etc., resumo en el concepto “oro”. La autopercepciï¿½n no me lleva mï¿½s allï¿½ de la esfera de lo que me pertenece. Este autopercibirse hay que distinguirlo de la autodefiniciï¿½n por medio del pensar, lo percibido en mi propio ser. La percepciï¿½n de mï¿½ mismo me confina dentro de determinados lï¿½mites; pero mi pensar no tiene nada que ver con estos lï¿½mites. En este sentido soy una dualidad. Estoy confinado en la esfera que percibo como la de mi personalidad, pero soy portador de una actividad que, desde una esfera mï¿½s elevada, determina mi existencia limitada. Nuestro pensar no es individual como nuestras sensaciones y sentimientos. Es universal. Tiene un sello individual en cada hombre, sï¿½lo por el hecho de que estï¿½ relacionado con su sentimiento y sensaciï¿½n individual. Debido a esta coloraciï¿½n particular del pensamiento universal, se distinguen entre sï¿½ los hombres como individuos. Un triï¿½ngulo tiene sï¿½lo un concepto. Para el contenido de este concepto es indiferente que quien lo capte sea el portador A o el B, de la conciencia humana. Sin embargo, cada uno de ellos lo captarï¿½ de manera individual.

A este pensar se le opone un prejuicio humano difï¿½cil de superar. Este prejuicio impide comprender que el concepto del triï¿½ngulo que capta mi mente es el mismo que capta la mente del que estï¿½ a mi lado. El hombre ingenuo se imagina que es ï¿½l mismo quien forma sus conceptos. Cree, por tanto, que cada uno tiene sus propio conceptos. Es una exigencia fundamental que el pensar filosï¿½fico supere este prejuicio. La unicidad del concepto de triï¿½ngulo no se convierte en multiplicidad porque muchos lo piensen. Pues el pensar de muchos es en sï¿½ una unidad.

En el pensar nos es dado el elemento que une en un todo nuestra personalidad individual con el cosmos. En cuanto tenemos sensaciones y sentimos o incluso percibimos, somos seres individuales; en cuanto pensamos, somos el ser universal que todo lo penetra. Esto es la causa profunda de nuestra naturaleza dual. Vemos surgir en nosotros una fuerza absoluta en devenir, una fuerza universal, pero no la reconocemos como procedente del centro del mundo. Como nos encontramos en un punto de la periferia. Si conociï¿½ramos su procedencia se nos revelarï¿½a, en el instante en que despertamos a la conciencia, todo el enigma del mundo. Como nos encontramos en un punto de la periferia, y encontramos nuestra propia existencia sujeta a lï¿½mites especï¿½ficos, tenemos que aprender a conocer la esfera que se halla fuera de nuestro propio ser por medio del pensar que, desde el universo, penetra en nosotros.

Ni un Dios humano-personal, ni la fuerza o la materia, ni la voluntad sin idea (Schopenhauer), pueden ser vï¿½lidos como unidad universal del mundo. Estas entidades pertenecen a una esfera limitada de nuestra observaciï¿½n. La personalidad humana limitada, la percibimos sï¿½lo en nosotros mismos, la fuerza y la materia, en las cosas externas. En cuanto a la voluntad, sï¿½lo es vï¿½lida como expresiï¿½n de nuestra actividad personal limitada. Schopenhauer quiere evitar hacer del pensar “abstracto” el portador de la unidad del mundo, y busca en vez de ï¿½sto algo que se le ofrezca directamente como realidad. Este filï¿½sofo piensa que jamï¿½s comprenderemos el mundo, si lo consideramos como un mundo exterior.

“De hecho, el significado buscado del mundo que se me presenta meramente como mi representaciï¿½n o el paso de este mundo, como mera representaciï¿½n del sujeto cognoscente a aquï¿½l que tambiï¿½n podrï¿½a ser, nunca podrï¿½a encontrarse, si el investigador mismo no fuera mï¿½s que el puro sujeto cognoscente (cabeza alada de ï¿½ngel sin cuerpo). Pero ï¿½l mismo estï¿½ arraigado en ese mundo, se encuentra allï¿½ como individuo; es decir, que su cogniciï¿½n, —que en tanto que representaciï¿½n es portadora condicionante del mundo entero — es sin embargo transmitida totalmente mediante un cuerpo, cuyas afecciones, como hemos mostrado son el punto de partida para la concepciï¿½n de ese mundo. Este cuerpo es, para el puro conocimiento del sujeto como tal, una representaciï¿½n como cualquier otra, un objeto entre objetos: los movimientos, sus acciones, no le son conocidos sino como los cambios de todos los demï¿½s objetos perceptibles, y le resultarï¿½an igualmente extraï¿½os e incomprensibles, si el significado de los mismos no se le descifrara de una manera totalmente distinta... Para el sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, le es dado este cuerpo de dos maneras totalmente distintas: por una parte como representaciï¿½n para una contemplaciï¿½n inteligente, como objeto entre objetos, y sujeta a sus leyes; pero a la vez, de una manera completamente distinta, a saber como aquello que a todos es conocido de forma directa, y que se designa con la palabra voluntad. Todo acto verdadero de su voluntad es inmediata e infaliblemente tambiï¿½n un movimiento de su cuerpo: el acto no lo puede querer, sin percibir, a la vez, que aparece como movimiento del cuerpo. El acto volitivo y la acciï¿½n del cuerpo no son dos estados objetivos distintos, que el lazo de la causalidad une; no guardan relaciï¿½n de causa y efecto, sino que son uno y el mismo, pero dados de dos maneras totalmente diferentes: una vez de modo inmediato, y otra en contemplaciï¿½n para el intelecto.

Con esta exposiciï¿½n, Schopenhauer se considera con derecho a encontrar en el cuerpo del hombre la “objetividad” de la voluntad. Piensa que en las acciones del cuerpo se siente directamente una realidad, la cosa en sï¿½, en concreto. Contra estas consideraciones hay que objetar que las acciones de nuestro cuerpo sï¿½lo llegan a nuestra conciencia por la autopercepciï¿½n, y que como tales, no son superiores a otras percepciones. Si queremos conocer su naturaleza, sï¿½lo podemos alcanzarlos por la contemplaciï¿½n pensante, es decir, incorporï¿½ndolas al sistema de nuestros conceptos e ideas.

La opiniï¿½n mï¿½s arraigada en lo mï¿½s hondo de la conciencia ingenua de la humanidad es que el pensar es abstracto, sin ningï¿½n contenido concreto. Que a lo sumo puede proporcionarnos una imagen “ideal” del mundo como unidad, pero no ï¿½sta misma. Quien juzga asï¿½ nunca ha llegado a comprender lo que es la percepciï¿½n sin el concepto. Veamos lo que es este mundo de la percepciï¿½n: aparece como una mera yuxtaposiciï¿½n en el espacio y en el tiempo, un agregado de detalles inconexos. Nada de lo que aparece y desaparece en el campo de nuestra percepciï¿½n tiene que ver de manera inmediata con algo de lo que se percibe. El mundo es una diversidad de objetos de valor indistinto. Ninguno tiene un papel mï¿½s importante que el otro en la esfera del mundo. Si queremos saber que este hecho o aquï¿½l es mï¿½s importante que otro, tenemos que recurrir a nuestro pensar. Sin la funciï¿½n del pensar aparecen de igual valor el ï¿½rgano rudimentario de un animal, sin importancia para su vida, y su miembro corporal mï¿½s importante. La importancia de hechos aislados de por sï¿½ y para el resto del mundo, sï¿½lo se pone de manifiesto cuando el pensar tiende sus hilos de ser a ser. Esta actividad del pensar estï¿½ llena de contenido, pues sï¿½lo por medio de un contenido bien definido y concreto puedo saber por quï¿½ la organizaciï¿½n del caracol se halla en un nivel inferior a la del leï¿½n. El mero aspecto, la percepciï¿½n, no me da el contenido que podrï¿½a mostrarme la perfecciï¿½n de la organizaciï¿½n.

El pensar contrapone este contenido a la percepciï¿½n, a partir del mundo de los conceptos y de las ideas del hombre. En contraste al contenido de la percepciï¿½n, que nos es dado desde afuera, el contenido de los pensamientos aparece en el interior. La forma en que aparece en primer lugar, la llamaremos intuiciï¿½n. Esta es para el pensar lo que la observaciï¿½n es para la percepciï¿½n. La intuiciï¿½n y la observaciï¿½n son las fuentes de nuestro conocimiento. Nos mantenemos ajenos a una cosa del mundo observada, en tanto en nuestro interior no tengamos la intuiciï¿½n correspondiente que completa la parte de la realidad que le falta a la percepciï¿½n. A quien no sea capaz de encontrar las intuiciones correspondientes a las cosas, le es inaccesible la realidad completa. Asï¿½ como el daltï¿½nico sï¿½lo percibe diferentes grados de claridad, sin las cualidades del colorido, asï¿½ el carente de intuiciï¿½n sï¿½lo puede observar fragmentos incoherentes de percepciï¿½n.

Explicar una cosa, hacerla comprensible, no significa sino restablecer la relaciï¿½n que ha quedado rota debido al carï¿½cter de nuestra organizaciï¿½n antes descrito. No existe cosa alguna separada de la totalidad del mundo. Toda separaciï¿½n sï¿½lo tiene mera validez subjetiva para nuestra organizaciï¿½n. Para nosotros el mundo entero se divide en arriba y abajo, antes y despuï¿½s, causa y efecto, objeto y representaciï¿½n, materia y energï¿½a, objeto y sujeto, etc. Lo que a nuestra observaciï¿½n se presenta como separatividad, se une a travï¿½s del mundo coherente y armonioso de nuestras intuiciones poco a poco; y nosotros con el pensar volvemos a aunar lo que separamos por la percepciï¿½n.

Aparte del pensar y del percibir nada nos es dado directamente. Ahora surge la pregunta: ï¿½Cï¿½mo se corresponde lo expuesto con el significado de la percepciï¿½n? Hemos visto que la prueba que el idealismo crï¿½tico aduce en cuanto a la naturaleza subjetiva de las percepciones, cae por sï¿½ mismo; pero la comprensiï¿½n de lo errï¿½neo de la prueba aï¿½n no demuestra que la cosa en sï¿½ estï¿½ basada en un error. El idealismo crï¿½tico no parte en sus demostraciones de la naturaleza absoluta del pensar, sino que se apoya en que el realismo ingenuo, seguido consecuentemente, se anula a sï¿½ mismo. ï¿½Cï¿½mo se presenta la cuestiï¿½n, si se reconoce la naturaleza absoluta del pensar?.

Supongamos que aparece una determinada percepciï¿½n en mi conciencia, por ejemplo, el rojo. Esta percepciï¿½n muestra, si se continï¿½a la observaciï¿½n, que estï¿½ relacionada con otras percepciones, por ejemplo, con una determinada figura, o con ciertas sensaciones de temperatura y de tacto. Esta combinaciï¿½n la llamo un objeto del mundo de los sentidos. Ahora puedo preguntarme: ï¿½Quï¿½ otras cosas hay, aparte de la mencionada, en ese sector del espacio en que aparecen dichas percepciones? Descubrirï¿½ en ese espacio, sucesos mecï¿½nicos, procesos quï¿½micos y otros. Sigo adelante y examino los procesos que encuentro en el espacio entre el objeto y mis ï¿½rganos sensorios. Puedo encontrar movimientos dentro de un medio elï¿½stico que, por su naturaleza, no tienen nada en comï¿½n con las primeras percepciones. Obtengo el mismo resultado si examino tambiï¿½n la transmisiï¿½n de los ï¿½rganos sensorios al cerebro. Cada una de estas esferas me ofrece nuevas percepciones; pero el hilo de enlace que entreteje todas estas percepciones en el espacio y en el tiempo es el pensar. Las vibraciones del aire que transmiten el sonido son para mï¿½ tan percepciones como el sonido mismo. Sï¿½lo el pensar une entre sï¿½ todas esas percepciones y las muestra en sus relaciones recï¿½procas. No podemos decir que, fuera de lo percibido directamente, haya algo mï¿½s que aquello que se conoce por medio de las relaciones ideales de las percepciones y que se revelan en el pensamiento. La relaciï¿½n que trasciende lo meramente percibido, los objetos y el sujeto de la percepciï¿½n, es puramente ideal, es decir, algo que sï¿½lo es expresable por medio de conceptos. ï¿½nicamente en el caso que yo pudiera percibir cï¿½mo afecta el objeto de la percepciï¿½n al sujeto, o inversamente, si pudiera observar cï¿½mo el sujeto forma la imagen de la percepciï¿½n, serï¿½a posible hablar como lo hacen la fisiologï¿½a moderna y el idealismo crï¿½tico que en ella se basa. Esta opiniï¿½n confunde una relaciï¿½n ideal (entre el objeto y el sujeto) con un proceso del que sï¿½lo podrï¿½a hablarse si fuera perceptible. La frase: “no hay color sin el ojo que lo percibe” no puede significar que el ojo produzca el color, sino ï¿½nicamente que existe una relaciï¿½n ideal, cognoscible por el pensar, entre la percepciï¿½n color y la percepciï¿½n ojo. La ciencia tendrï¿½a que probar cï¿½mo se relacionan las propiedades del ojo y las de los colores; cï¿½mo transmite el ï¿½rgano visual la percepciï¿½n sigue a otra, cï¿½mo se relacionan entre ellas en el espacio; y luego expresarlo conceptualmente; pero no puedo percibir cï¿½mo la percepciï¿½n surge de lo imperceptible. Todo esfuerzo por descubrir relaciones entre las percepciones, aparte de las del pensar, ha de fracasar necesariamente.

ï¿½Quï¿½ es entonces la percepciï¿½n? Esta pregunta hecha en sentido general es absurda. La percepciï¿½n siempre aparece en forma bien definida, con un contenido concreto. Este contenido viene dado de manera inmediata y termina en lo dado. Uno sï¿½lo se puede preguntar en relaciï¿½n con lo dado quï¿½ es, fuera de la percepciï¿½n, esto es: quï¿½ es para el pensar. La pregunta sobre el “quï¿½” de una percepciï¿½n sï¿½lo puede relacionarse con la intuiciï¿½n conceptual correspondiente. Desde este punto de vista no se puede plantear la cuestiï¿½n de la subjetividad de la percepciï¿½n en sentido del idealismo crï¿½tico. Sï¿½lo puede seï¿½alarse como subjetivo lo que es percibido y perteneciente al sujeto. La formaciï¿½n del lazo entre lo subjetivo y lo objetivo, no tiene lugar por un proceso real en sentido ingenuo, esto es, por un acontecer perceptible, sino sï¿½lo por el pensar. Por lo tanto, para nosotros es objetivo lo que para la percepciï¿½n aparece fuera del sujeto de la percepciï¿½n. La percepciï¿½n del mismo me sigue siendo perceptible cuando la mesa que ahora estï¿½ ante mis ojos desaparece de la esfera de mi observaciï¿½n. Y la percepciï¿½n de la mesa ha causado en mï¿½ una transformaciï¿½n que tambiï¿½n permanece. Retengo en mï¿½ la capacidad para volver a producir la imagen de la mesa. Esta facultad de reproducir una imagen queda unida a mï¿½. La psicologï¿½a llama a esta imagen memoria visual, y es lo ï¿½nico que puede con razï¿½n llamarse representaciï¿½n de la mesa. Corresponde a la transformaciï¿½n perceptible de mi propio estado, a causa de la presencia de la mesa dentro de mi campo visual. Y ademï¿½s no significa la transformaciï¿½n de algï¿½n “Yo en sï¿½”, mï¿½s allï¿½ del sujeto de la percepciï¿½n, sino la transformaciï¿½n del sujeto perceptivo mismo. La representaciï¿½n es, por lo tanto, una percepciï¿½n subjetiva en contraste con la percepciï¿½n objetiva ante la presencia del objeto en el campo de la percepciï¿½n. La confusiï¿½n entre aquella percepciï¿½n subjetiva y ï¿½sta objetiva conduce al malentendido del idealismo: el mundo es mi representaciï¿½n.

Ahora se tratarï¿½, en primer lugar, de definir mï¿½s concretamente el concepto de representaciï¿½n. Lo que hasta ahora se ha expuesto sobre ella no es el concepto en sï¿½, sino que seï¿½ala el camino por el que buscarla dentro del campo de la percepciï¿½n. El concepto exacto de la representaciï¿½n nos harï¿½ posible obtener una explicaciï¿½n satisfactoria en cuanto a la relaciï¿½n entre representaciï¿½n y objeto. Esto nos llevarï¿½ mï¿½s allï¿½ de la relaciï¿½n entre el sujeto humano y el objeto del mundo, y nos hace descender desde el campo del conocimiento puramente conceptual, hacia la vida individual concreta. Una vez que comprendamos el mundo, no serï¿½ fï¿½cil actuar de acuerdo con ï¿½l. Sï¿½lo podemos actuar con todas nuestras fuerzas, si conocemos el objeto del mundo al que hemos de dedicar nuestra actividad.

La concepciï¿½n del mundo que he descrito aquï¿½ puede considerarse como algo a lo que el hombre se ve conducido en primer lugar de un modo natural, cuando comienza a reflexionar sobre su relaciï¿½n con el mundo. Se encuentra entonces cogido en un sistema de pensamiento que se le disuelve segï¿½n lo construye. Esta estructura es tal, que no basta la mera refutaciï¿½n teï¿½rica. Uno tiene que vivirla para que por la comprensiï¿½n de la aberraciï¿½n a la que conduce, encuentre la soluciï¿½n. Debe estar presente en cualquier discusiï¿½n sobre la relaciï¿½n del hombre con el mundo, no porque se quiera refutar a quienes uno considera que tienen una opiniï¿½n errï¿½nea sobre dicha relaciï¿½n, sino porque hay que saber a quï¿½ confusiï¿½n puede llevar toda reflexiï¿½n seria sobre ella. Uno tiene que llegar a tal comprensiï¿½n, que le capacite a uno mismo a refutar la primera reflexiï¿½n. Los argumentos expuestos anteriormente parten de este punto de vista.

Quien desee formarse un concepto de la relaciï¿½n del hombre con el mundo, debe ser consciente de que ï¿½l mismo establece al menos una parte de esta relaciï¿½n, por el hecho de que se hace representaciones de las cosas y de los sucesos del mundo. Debido a esto, aparta su vista de lo que existe fuera en el mundo, y la dirige hacia su mundo interior, a su vida de representaciones. Empieza a decirse: no puedo establecer relaciï¿½n con ningï¿½n objeto ni con ningï¿½n suceso, si no surge en mï¿½ una representaciï¿½n. Del reconocimiento de este hecho, hay sï¿½lo un paso para llegar a la opiniï¿½n: sï¿½lo vivencio mis representaciones; el mundo exterior sï¿½lo lo conozco en cuanto que existe como representaciï¿½n en mï¿½. Con esta opiniï¿½n se abandona el punto de vista ingenuo, que el hombre adopta en cuanto a su relaciï¿½n con el mundo antes de toda reflexiï¿½n. Desde ese punto de vista, ï¿½l piensa que lo que tiene ante sï¿½ son cosas reales. La reflexiï¿½n sobre sï¿½ mismo, sin embargo, le aparta de este punto de vista. Esta reflexiï¿½n no le permite al hombre mirar la realidad, tal como hace la conciencia ingenua. Sï¿½lo le permite dirigir la mirada hacia sus representaciones; y ï¿½stas se interponen entre el propio Yo y un mundo al que el punto de vista ingenuo considera como real. El hombre ya no mira esa realidad a travï¿½s de las representaciones interpuestas. Tiene que reconocer que es ciego ante esa realidad. De ahï¿½ nace el pensamiento de la “cosa en sï¿½”, inalcanzable para el conocimiento.

Mientras nos ciï¿½amos a considerar la relaciï¿½n con el mundo en la que parece entrar el hombre a travï¿½s de su vida de representaciones, no podremos dejar esta forma de pensar. Por otra parte, tampoco podemos quedarnos en el punto de vista ingenuo, si no queremos cerrarnos artificialmente al impulso de conocer. El hecho de que existe esta necesidad de conocer la relaciï¿½n entre el hombre y el mundo, muestra que hay que abandonar el punto de vista ingenuo. Si este punto de vista nos ofreciese algo que pudiï¿½ramos reconocer como verdad, no sentirï¿½amos esta necesidad.

Pero no se llega a nada que pueda considerarse como verdad, abandonando simplemente el punto de vista ingenuo, pues — sin advertirlo — se mantiene el modo de pensar que conlleva. Uno cae en ese error, si se dice: sï¿½lo vivencio mis representaciones, y mientras creo que estoy en contacto con la realidad; por lo tanto, he de suponer que solamente fuera de mi conciencia se hallan realidades verdaderas, “cosas en sï¿½”, de las que directamente no sï¿½ nada, que me llegan de alguna manera, y me influyen de tal modo, que el mundo de las representaciones surge en mï¿½. El que asï¿½ piensa, aï¿½ade al mundo que tiene ante sï¿½, otro de pensamientos. Pero en relaciï¿½n a ï¿½ste, tendrï¿½a en realidad que volver a empezar su actividad mental desde el principio. Pues la desconocida “cosa en sï¿½”, en relaciï¿½n con la propia naturaleza del hombre, se concibe de la misma manera que la ya conocida del punto de vista del realismo ingenuo.

Sï¿½lo se puede evitar la confusiï¿½n a la que lleva la reflexiï¿½n crï¿½tica sobre este punto de vista, si se advierte que dentro de todo lo que uno puede vivenciar en el propio interior, o percibir fuera en el mundo, existe algo que no puede estar sujeto a la fatalidad de que entre el suceso y el hombre que lo observa, se interponga la representaciï¿½n. Y esto es el pensar. En cuanto al pensar, el hombre puede realmente mantener el punto de vista realista-ingenuo. Si no lo hace, ï¿½nicamente serï¿½ porque se da cuenta de que tiene que abandonar ese punto de vista por otro, pero sin notar que la comprensiï¿½n asï¿½ alcanzada no es adecuada al pensar. Cuando se da cuenta de esto, se le abre el acceso a la comprensiï¿½n de que en el pensar y a travï¿½s del pensar, hay que reconocer aquello para lo que parece estar ciego al tener que interponer las representaciones entre el mundo y sï¿½ mismo.

Al autor de este libro le ha reprochado alguien a quien tiene en gran estima, que lo expuesto sobre el pensar queda dentro del realismo ingenuo, como efectivamente serï¿½a si se considera idï¿½nticos el mundo real y el representado. Sin embargo, el autor cree haber demostrado en estas consideraciones, que la validez de este “realismo ingenuo” para el pensar resulta necesariamente de una observaciï¿½n libre de prejuicio sobre el mismo; y que en cuanto a lo que no es vï¿½lido para el realismo ingenuo, la comprensiï¿½n de la verdadera naturaleza del pensar puede superarlo.