En las consideraciones precedentes hemos tratado de mostrar que es posible explicar esta relaciï¿½n a travï¿½s de una observaciï¿½n objetiva de la misma. Una comprensiï¿½n correcta de esta observaciï¿½n lleva a la conclusiï¿½n de que el pensar puede ser observado directamente como una entidad completa en sï¿½ misma. Quien considere necesario para explicar el pensar, aportar algo mï¿½s, como procesos fï¿½sicos del cerebro, o procesos mentales inconscientes detrï¿½s del pensar consciente observable, no valora justamente lo que la observaciï¿½n objetiva del pensar le ofrece. Quien observa el pensar vive, durante la observaciï¿½n, directamente dentro del tejer de una esencia espiritual basada en sï¿½ misma. Es mï¿½s se puede decir que quien quiera captar la naturaleza de lo espiritual en la forma en que ï¿½sta se le presenta al hombre de manera mï¿½s inmediata, puede encontrarla en la actividad del pensar basado en sï¿½ mismo.

En la observaciï¿½n del pensar mismo se encuentra unido lo que de otra manera siempre tiene que aparecer separado: concepto y percepciï¿½n. Quien no llegue a entender esto sï¿½lo podrï¿½ ver en los conceptos formados en relaciï¿½n con las percepciones reproducciones vagas de estas percepciones y las percepciones le presentarï¿½n la verdadera realidad. Se construirï¿½ un mundo metafï¿½sico segï¿½n el modelo del mundo que percibe, y lo llamarï¿½ mundo de ï¿½tomos, mundo de voluntad, mundo espiritual inconsciente, etc., cada cual segï¿½n su representaciï¿½n. Y no se darï¿½ cuenta de que con todo ello solamente quede construido un mundo metafï¿½sico hipotï¿½tico de acuerdo con su mundo de percepciï¿½n. Sin embargo, quien comprenda lo que tiene lugar en el pensar, reconocerï¿½ que en la percepciï¿½n sï¿½lo se nos presenta una parte de la realidad, y que la otra parte que la complementa, y que le permite aparecer como realidad completa, se vivencia en la penetraciï¿½n de la percepciï¿½n con el pensar. En lo que surge como pensar en la conciencia no verï¿½ un reflejo vago de una realidad, sino una esencialidad espiritual basada en sï¿½ misma. Y de ella podrï¿½ decir que se presenta en la conciencia por intuiciï¿½n. La intuiciï¿½n es la experiencia consciente, a un nivel puramente espiritual, de un contenido espiritual puro. Sï¿½lo por medio de una intuiciï¿½n es posible captar la naturaleza del pensar.

Sï¿½lo si, a travï¿½s de la observaciï¿½n imparcial, uno llega a conocer esta verdad sobre la esencia intuitiva del pensar, puede encontrar el camino libre para una contemplaciï¿½n de la organizaciï¿½n psico-fï¿½sica del hombre. Se reconocerï¿½ que dicha organizaciï¿½n no puede actuar sobre la esencia del pensar. Esto, a primera vista, parece estar en patente contradicciï¿½n con hechos evidentes. Para la experiencia normal, el pensar humano aparece solamente en y a travï¿½s de esta organizaciï¿½n. Esta manera de surgir el pensar es tan fuerte que sï¿½lo podrï¿½ comprender su verdadero significado quien reconozca que esta organizaciï¿½n no forma parte de la esencia del pensar. Y no escaparï¿½ a su atenciï¿½n quï¿½ singular es la relaciï¿½n del pensar con la organizaciï¿½n humana. Esta, de hecho, no influye en absoluto sobre la esencia del pensar; suspende su propia actividad y en su lugar aparece el pensar. La esencia que actï¿½a en el pensar despliega una doble funciï¿½n: primero reprime la propia actividad de la organizaciï¿½n humana, y segundo se instala en su lugar.

Pues, lo primero, la represiï¿½n de la organizaciï¿½n corporal, es tambiï¿½n consecuencia de la actividad del pensar, y mï¿½s especï¿½ficamente, de aquella parte que prepara la apariciï¿½n del pensar. Con esto se comprueba en quï¿½ sentido el pensar encuentra su contraimagen en la organizaciï¿½n corporal. Y cuando se comprende ya no se puede despreciar la importancia de esta contraimagen para el pensar mismo. Si alguien camina sobre un terreno blando, deja sus huellas marcadas en el suelo, y a nadie se le ocurrirï¿½ decir que las huellas han sido formadas por fuerzas del suelo desde abajo. No se les atribuirï¿½ a estas fuerzas participaciï¿½n alguna en la formaciï¿½n de las huellas. De la misma manera, quien observe sin prejuicios la naturaleza del pensar, no le atribuirï¿½ a ella ninguna participaciï¿½n en la apariciï¿½n de las huellas que se producen en el organismo corporal debido a que el pensar prepara su manifestaciï¿½n por medio del cuerpo.¹

Pero ahora surge una pregunta importante. Si la organizaciï¿½n humana no participa en la esencia del pensar, ï¿½quï¿½ significado tiene esta organizaciï¿½n dentro de la entidad total del ser humano?. Pues bien, lo que ocurre en esa organizaciï¿½n por el pensar no tiene nada que ver con la esencia del pensar, pero sï¿½ con la formaciï¿½n de la conciencia del Yo a partir de ese pensar. Dentro de la propia esencia del pensar se halla ciertamente el “Yo” real, pero no la conciencia del Yo. Esto lo comprende quien observe el pensar objetivamente. El “Yo” se halla dentro del pensar; la “conciencia del Yo” surge porque las huellas de la actividad pensante se imprimen en la conciencia general, en el sentido antes descrito. (La conciencia del Yo se genera por la organizaciï¿½n corporal; lo que no se debe confundir, en absoluto, con la afirmaciï¿½n de que, una vez producida la conciencia del Yo, ï¿½ste haya de quedar dependiente de la organizaciï¿½n corporal. Una vez generada, es acogida en el pensar y, a partir de ahï¿½, forma parte de su esencia espiritual).

En todo acto volitivo, se ha de considerar el motivo y el impulso. El motivo es un factor conceptual o imaginativo; el impulso es el factor de la voluntad, directamente condicionado por la organizaciï¿½n humana. El factor conceptual, o motivo, es la causa determinante momentï¿½nea de la voluntad; el impulso es la causa determinante permanente del individuo. Motivo de la voluntad puede ser un concepto puro, o un concepto relacionado con alguna percepciï¿½n, es decir, una representaciï¿½n. Conceptos generales y conceptos individuales (representaciones) llegan a ser motivos de la voluntad porque influyen sobre el individuo humano y le determinan a actuar de una manera especï¿½fica. Un mismo concepto o bien, una misma representaciï¿½n, influyen sin embargo de distinta manera sobre distintos individuos. Inducen a distintas personas a acciones diferentes. La voluntad, por lo tanto, no es solamente resultado del concepto o de la representaciï¿½n, sino tambiï¿½n de la naturaleza individual del hombre. Llamaremos a esta naturaleza individual — siguiendo la terminologï¿½a de Eduard von Hartmann — la disposiciï¿½n caracterolï¿½gica.

La disposiciï¿½n caracterolï¿½gica se forma por el contenido mï¿½s o menos permanente de nuestra vida subjetiva, esto es, por el contenido de nuestras representaciones y de nuestros sentimientos. El que una representaciï¿½n momentï¿½nea que surge en mï¿½, me incite o no a un acto volitivo, depende de cï¿½mo influya sobre el contenido de mis demï¿½s representaciones y sobre mis sentimientos personales. El contenido de mis representaciones, sin embargo, se halla a su vez condicionado por la suma de aquellos conceptos que en el curso de mi vida individual se hayan formado en relaciï¿½n con percepciones, esto es, que hayan llegado a hacerse representaciones. Esto, una vez mï¿½s, depende de mi mayor o menor capacidad de intuiciï¿½n y del alcance de mis observaciones, esto es, de los factores subjetivos y objetivos de mis experiencias, de mi determinaciï¿½n interior y de las condiciones de mi vida. Mi disposiciï¿½n caracterolï¿½gica se halla determinada muy especialmente por mis sentimientos. De que yo vivencie una determinada representaciï¿½n o un concepto como alegrï¿½a o dolor dependerï¿½ el que lo haga motivo de mi actuar o no.

Estos son los elementos que entran en consideraciï¿½n en un acto volitivo. La representaciï¿½n directamente presente o el concepto que convierte en motivo, determinan la finalidad, el objetivo de mi voluntad; mi disposiciï¿½n caracterolï¿½gica me determina a dirigir mi actividad hacia ese fin. La idea de dar un paseo dentro de media hora, determina la finalidad de mi acciï¿½n. Pero esta idea sï¿½lo serï¿½ elevada a motivo de la voluntad si encuentra una disposiciï¿½n caracterolï¿½gica adecuada, es decir, si por las experiencias anteriores de mi vida me he formado una representaciï¿½n del sentido que tiene dar un paseo, del valor de la salud y, ademï¿½s, si la idea de dar un paseo estï¿½ unida en mï¿½ con el sentimiento del placer.

El primer nivel de la vida individual es la percepciï¿½n, y mï¿½s exactamente, la percepciï¿½n a travï¿½s de los sentidos. Aquï¿½ nos encontramos en esa esfera de nuestra vida individual en la que la percepciï¿½n se traduce directamente en voluntad, sin intervenciï¿½n de ningï¿½n sentimiento o concepto. Este impulso humano se denominarï¿½ sencillamente instinto. La satisfacciï¿½n de nuestras necesidades mï¿½s elementales, puramente animales (el hambre, la relaciï¿½n sexual, etc.), se forman de esta manera. La caracterï¿½stica de la vida instintiva reside en la espontaneidad con que la percepciï¿½n especï¿½fica libera la voluntad. Esta manera de determinar la voluntad, que originariamente sï¿½lo es propia de la vida sensual inferior, puede tambiï¿½n extenderse a las percepciones de los sentidos superiores. Ante la percepciï¿½n de un suceso en el mundo exterior reaccionamos sin reflexionar y sin relacionarla con ningï¿½n sentimiento especial, como ocurre en nuestro trato social convencional. El impulso de esta manera de actuar se llama tacto, o buen gusto moral. Cuanto mï¿½s a menudo suceda que una percepciï¿½n suscite esta clase de acciï¿½n espontï¿½nea, mï¿½s capaz serï¿½ la persona para actuar simplemente impulsada por el tacto; el tacto se convierte en su disposiciï¿½n caracterolï¿½gica.

El tercer nivel de la vida es, finalmente, el del pensamiento y el de las representaciones. Por la mera reflexiï¿½n puede traducirse una representaciï¿½n o un concepto en motivo para actuar. Las representaciones se convierten en motivos debido a que a lo largo de la vida unimos constantemente determinados objetivos de la voluntad con percepciones que se repiten siempre de forma mï¿½s o menos modificada. A esto se debe el que en personas con un grado de experiencia aï¿½n no muy desarrollado, resulta que determinadas percepciones estï¿½n siempre acompaï¿½adas por la apariciï¿½n en su conciencia de representaciones de acciones que ellos mismos ejecutaron en un caso similar o vieron a otros ejecutarlo. Estas representaciones se les presentan como modelos que determinan todas las decisiones y llegan a formar parte de su disposiciï¿½n caracterolï¿½gica. Podemos llamar experiencia prï¿½ctica a este impulso de la voluntad. La experiencia prï¿½ctica se convierte poco a poco en actos dictados por el tacto. Esto sucede cuando determinadas imï¿½genes de formas de actuar tï¿½picas se han unido tan fuertemente en nuestra conciencia con representaciones de ciertas situaciones de la vida, en un caso dado, que pasamos directamente de la percepciï¿½n al acto volitivo, prescindiendo de toda reflexiï¿½n basada en la experiencia.

El grado superior de la vida individual lo constituye el pensar conceptual sin referencia a un contenido determinado de nuestras percepciones. Determinamos el contenido de un concepto por intuiciï¿½n pura extrayï¿½ndolo de la esfera de las ideas. Un concepto asï¿½ no contiene, por de pronto, relaciï¿½n alguna con percepciones determinadas. Cuando ejecutamos un acto volitivo bajo la influencia de un concepto ligado a una percepciï¿½n, esto es, de una representaciï¿½n, entonces es esta percepciï¿½n la que nos determina indirectamente a travï¿½s del pensar conceptual. Pero si actuamos bajo la influencia de intuiciones, el impulso de nuestro actuar es el pensar puro. Puesto que en la filosofï¿½a se acostumbra a llamar razï¿½n a la facultad del pensar puro, queda justificado llamar razï¿½n prï¿½ctica, al impulso moral que corresponde a este nivel. La aportaciï¿½n mï¿½s clara con respecto a este impulso de la voluntad es la de Kreyenbï¿½hl (Philosophische Monatshefte, Vol. XVIII, nï¿½3). [Ethical-Spiritual Activity in Kant — e.Ed.] Considero su trabajo sobre este tema una de las contribuciones mï¿½s importantes de la filosofï¿½a actual, principalmente de la ï¿½tica. Kreyenbï¿½hl llama a este impulso a priori prï¿½ctico, es decir, un impulso volitivo que surge directamente de mi intuiciï¿½n.

Tanto la representaciï¿½n del bienestar propio, como la del ajeno se consideran, con razï¿½n, motivo de la voluntad. El principio de conseguir por medio de la acciï¿½n la mayor cantidad de placer, es decir, de alcanzar la felicidad individual, se llama egoï¿½smo. Se intenta alcanzar esta felicidad individual buscando sï¿½lo el propio bien de forma implacable, incluso a costa de la felicidad de otros individuos (egoï¿½smo puro), o bien promoviendo el bien de otros porque se espera indirectamente de la felicidad ajena una influencia sobre uno mismo, o porque causar perjuicio a otros podrï¿½a poner en peligro los intereses propios (moral de prudencia). El contenido especï¿½fico de los principio ï¿½ticos egoï¿½stas dependerï¿½ de la idea que el hombre se haga de la propia felicidad o de la felicidad ajena. Cada uno determinarï¿½ el contenido de sus aspiraciones egoï¿½stas segï¿½n lo que considere como bien (bienestar, esperanza de felicidad, liberaciï¿½n de ciertos males, etc.).

Como otro motivo ha de considerarse el contenido puramente conceptual de una acciï¿½n. Este contenido no se refiere solamente a la acciï¿½n particular, como la representaciï¿½n del propio placer, sino a la motivaciï¿½n de una acciï¿½n basada en un sistema de principios ï¿½ticos. Estos principios morales pueden regular la vida moral en forma de conceptos abstractos, sin que al sujeto le preocupe el origen de los conceptos. Consideramos entonces simplemente necesidad moral el sometimiento al concepto moral que actï¿½a como mandamiento en nuestro actuar. La justificaciï¿½n de esta necesidad la dejamos a quien exige la sumisiï¿½n moral, esto es, a la autoridad moral que reconocemos (cabeza de familia, Estado, costumbre social, autoridad eclesiï¿½stica, revelaciï¿½n divina). Nos encontramos ante una clase especial de estos principios morales cuando el mandamiento se manifiesta, no a travï¿½s de una autoridad externa, sino desde nuestro propio interior (autonomï¿½a moral). Percibimos entonces en nuestro propio interior la voz a la que debemos someternos. La expresiï¿½n de esta voz es la conciencia.

Significa ya un progreso moral el que el hombre no haga simplemente motivo de su actuar el mandamiento de una autoridad exterior o interior, sino que se esfuerce por comprender la causa por la que un precepto dado de comportamiento debe actuar como motivo. Este es el progreso que va de la moral basada en la autoridad al actuar a partir de la comprensiï¿½n moral. En este nivel moral el hombre tratarï¿½ de conocer las necesidades de la vida moral, y dejarï¿½ que este conocimiento determine sus actos. Tales necesidades son: 1.El bien mï¿½ximo para la humanidad, como un fin en sï¿½ mismo; 2.El progreso cultural, o la evoluciï¿½n moral de la humanidad hacia una perfecciï¿½n cada vez mayor; 3.La realizaciï¿½n de los objetivos de la moral individual, concebidos por la intuiciï¿½n pura.

Tanto el principio del bien general, como el del progreso cultural estï¿½n basados en la representaciï¿½n, esto es, en cï¿½mo relacionamos el contenido de las ideas morales con determinadas experiencias (percepciones). Sin embargo, el principio moral mï¿½s elevado que podemos imaginarnos, es aquï¿½l que no tiene este tipo de relaciï¿½n establecida de antemano, sino que surge de la intuiciï¿½n pura, y que sï¿½lo despuï¿½s busca algï¿½n vï¿½nculo con la percepciï¿½n (con la vida). En este caso, la determinaciï¿½n sobre lo que se debe querer procede de otro criterio distinto que los casos precedentes. Quien se adhiere al principio moral del bien general, lo primero que se preguntarï¿½ en todas sus actuaciones serï¿½ cï¿½mo contribuyen sus ideales a ese fin.

Quien sigue el principio moral del progreso cultural actuarï¿½ de manera similar. Pero existe una forma aï¿½n mï¿½s elevada, aquï¿½lla que no parte de una finalidad moral preestablecida en cada caso, sino que da un determinado valor a todos los principios morales y que, ante cada caso, siempre se pregunta cuï¿½l es el principio moral que tiene mï¿½s importancia. Puede suceder que dependiendo de las circunstancias, alguien estime correcto, y por lo tanto motivo de su actuar, el estï¿½mulo del progreso cultural, en otras, el del bien general, o en un tercer caso, el del bien propio. Pero sï¿½lo cuando todas las demï¿½s razones determinantes pasan a segundo tï¿½rmino entra en consideraciï¿½n y en primer lugar la intuiciï¿½n conceptual misma. Con ello, los demï¿½s motivos dejan su posiciï¿½n dominante, y sï¿½lo el contenido ideal de la acciï¿½n actï¿½a como motivo de la misma.

Entre los diversos niveles de la disposiciï¿½n caracterolï¿½gica hemos visto que el mï¿½s elevado es el pensar puro o razï¿½n prï¿½ctica. Entre los motivos hemos seï¿½alado la intuiciï¿½n conceptual como el mï¿½s elevado. Si lo consideramos mï¿½s detenidamente, salta a la vista que en este nivel de moral el impulso y el motivo coinciden, es decir, que ni una disposiciï¿½n caracterolï¿½gica determinada, ni la norma de un principio ï¿½tico exterior, influyen sobre nuestra conducta. La acciï¿½n, por lo tanto, no se ejecuta de forma rutinaria siguiendo alguna regla, ni de manera automï¿½tica como respuesta a un impulso externo, sino que estï¿½ determinada ï¿½nicamente por su contenido ideal.

Un examen superficial podrï¿½a quizï¿½s objetar a estas consideraciones: ï¿½Cï¿½mo puede la acciï¿½n individual amoldarse al caso y a la situaciï¿½n especï¿½ficos y, sin embargo, estar a la vez determinada de forma puramente ideal por la intuiciï¿½n? Esta objeciï¿½n se basa en una confusiï¿½n del motivo moral con el contenido perceptual de la acciï¿½n. Este ï¿½ltimo puede ser motivo, y lo es de hecho, por ejemplo, en el caso del progreso cultural, de la acciï¿½n por egoï¿½smo, etc., pero cuando se actï¿½a sobre la base de la intuiciï¿½n moral pura, no lo es. Mi yo, naturalmente, dirige su mirada hacia el contenido de la percepciï¿½n, pero no se deja determinar por el mismo. Sï¿½lo utiliza este contenido para formarse un concepto cognoscitivo, pero el concepto moral correspondiente no lo toma el Yo del objeto. El concepto cognoscitivo de una situaciï¿½n determinada que se me presenta es a la vez un concepto moral sï¿½lo si yo parto del punto de vista de un principio moral determinado. Si ï¿½nicamente quisiera basarme en el principio moral de la evoluciï¿½n cultural general, recorrerï¿½a el mundo por un camino prefijado de antemano. De todo suceso que percibo y que me puede concernir, surge a la vez un deber moral, a saber: contribuir en lo que yo pueda para que ese suceso sirva para la evoluciï¿½n cultural. Aparte del concepto que me revelan las relaciones naturales de un suceso o de una cosa, ï¿½stos llevan tambiï¿½n una etiqueta moral que, para mï¿½, como ser moral, contiene un precepto ï¿½tico que me indica cï¿½mo debo comportarme. Esta etiqueta moral estï¿½ justificada dentro de su campo, pero a un nivel superior coincide con la idea que se me presenta en el caso concreto.

Los hombres son muy distintos en cuanto a su facultad intuitiva. En uno brotan las ideas con toda facilidad, otro las adquiere con esfuerzo. Las situaciones en las que viven los hombres y en donde desarrollan su actividad no son menos diferentes. Cï¿½mo actï¿½a un hombre dependerï¿½, por tanto, de cï¿½mo funciona su facultad intuitiva ante una situaciï¿½n determinada. La suma de las ideas activas, el contenido real de nuestras intuiciones, es lo que constituye lo individual de cada persona, dentro de lo universal del mundo de las ideas. En tanto este contenido intuitivo influye en nuestro actuar, constituye el contenido moral del individuo. Permitir la expresiï¿½n vital de este contenido es el impulso moral mï¿½s elevado y, al mismo tiempo, el motivo mï¿½s alto del hombre que comprende que en ï¿½ltimo tï¿½rmino todos los demï¿½s principios morales se reï¿½nen en este contenido. Este punto de vista puede llamarse el individualismo ï¿½tico.

Si buscamos los preceptos (lo conceptual de las acciones de los individuos, de los pueblos, y de las ï¿½pocas) obtenemos una ï¿½tica, pero no como ciencia de normas morales, sino como historia natural de la moral. Sï¿½lo las leyes asï¿½ obtenidas se relacionan con el actuar humano, lo mismo que las leyes naturales se relacionan con un fenï¿½meno particular. Si se quiere comprender cï¿½mo se origina la acciï¿½n del hombre en su voluntad moral, hay que estudiar en primer lugar la relaciï¿½n entre esa voluntad y la acciï¿½n. Primero tenemos que prestar atenciï¿½n a acciones en las que dicha relaciï¿½n es el factor determinante. Si yo u otra persona reflexionamos mï¿½s tarde sobre esa acciï¿½n, podremos descubrir quï¿½ principios morales han sido tenidos en cuenta. Mientras yo actï¿½o me impulsa el principio moral en la medida en que ï¿½ste vive intuitivamente en mï¿½. Estï¿½ unido a mi amor hacia el objetivo que quiero realizar con mi acciï¿½n. No pregunto a nadie si debo ejecutar esa acciï¿½n, ni tomo norma alguna como referencia, sino que la llevo a cabo en cuanto he aprehendido la idea. Sï¿½lo de esta manera es mi acciï¿½n. Quien sï¿½lo actï¿½e de acuerdo a determinadas normas morales su acciï¿½n serï¿½ el resultado de los principios de su cï¿½digo moral. El es mero ejecutor. Es un autï¿½mata superior. Introducid en su conciencia un estï¿½mulo, e inmediatamente el mecanismo de sus principios morales se pone en movimiento, siguiendo su curso establecido para realizar una acciï¿½n cristiana o humana que considere desinteresada, o una acciï¿½n para el progreso cultural. Sï¿½lo cuando me guï¿½o por mi amor hacia el objeto, sï¿½lo entonces soy yo mismo el que actï¿½a. En este nivel de la moral no actï¿½o porque me someto a un superior, ni a una autoridad externa, ni a la llamada voz interior. No reconozco ningï¿½n principio externo para mis actos, porque he encontrado en mï¿½ mismo la razï¿½n de mi actuar, el amor a la acciï¿½n. No examino intelectualmente si mi acciï¿½n es buena o mala; la llevo a cabo porque la amo. Serï¿½ “buena”, si mi intuiciï¿½n impregnada de amor se sitï¿½a correctamente en el todo universal vivenciado intuitivamente; “mala”, si no es asï¿½. Tampoco me pregunto: ï¿½cï¿½mo actuarï¿½a otra persona en mi caso? sino que actï¿½o tal como yo, como individualidad particular, me veo inducido a querer. No me guï¿½a de manera directa, ni la costumbre general, ni la moral general, ni los preceptos humanos generales, ni la norma moral, sino mi amor por la acciï¿½n. No siento ninguna presiï¿½n, ni la presiï¿½n de la naturaleza que me guï¿½a en mis instintos, ni la presiï¿½n de los mandamientos morales, sino que sencillamente quiero llevar a cabo lo que llevo dentro.

Mi respuesta a esta objeciï¿½n evidente, pero que proviene de una interpretaciï¿½n errï¿½nea de lo expuesto, es la siguiente: quien desee conocer la naturaleza de la voluntad humana deberï¿½ distinguir entre el camino por el que esta voluntad se desarrolla hasta cierto grado, y la caracterï¿½stica propia que la voluntad adopta al aproximarse al objetivo. En el camino hacia este objetivo las normas desempeï¿½an un papel justificado. La meta consiste en la realizaciï¿½n de los fines morales aprehendidos por pura intuiciï¿½n. El hombre logra tales fines en la medida en que posee la capacidad de elevarse realmente al contenido intuitivo del contenido ideal del mundo. En la acciï¿½n volitiva particular, la mayor parte de las veces se mezclan otros elementos como impulso o motivo de su fin. Pero a pesar de ello, la intuiciï¿½n puede ser en todo o en parte, factor determinante de la voluntad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acciï¿½n; la acciï¿½n propia es la que el sujeto hace surgir de sï¿½ mismo. El impulso sï¿½lo puede ser enteramente individual. Y en verdad sï¿½lo puede ser una acciï¿½n volitiva individual la que proviene de la intuiciï¿½n. Sï¿½lo es posible considerar la acciï¿½n criminal, el mal, como expresiï¿½n de la individualidad en el mismo sentido que la realizaciï¿½n de la intuiciï¿½n pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acciï¿½n; la acciï¿½n propia es la que el sujeto hace surgir de sï¿½ mismo. El impulso sï¿½lo puede ser enteramente individual. Y en verdad sï¿½lo puede ser una acciï¿½n volitiva individual la que proviene de la intuiciï¿½n. Sï¿½lo es posible considerar la acciï¿½n criminal, el mal, como expresiï¿½n de la individualidad en el mismo sentido que la realizaciï¿½n de la intuiciï¿½n pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Pero el instinto ciego que mueve al crimen no procede de la intuiciï¿½n y no pertenece a lo individual del ser humano, sino a lo mï¿½s general en ï¿½l, a aquello que todos los individuos tienen por igual, y que el hombre supera con su individualidad. Lo individual en mï¿½ no es mi organismo con sus instintos y sentimientos, sino el mundo coherente de las ideas que resplandecen en este organismo. Mis impulsos, instintos y pasiones no prueban sino que pertenezco al gï¿½nero humano; el hecho de que en esos instintos, pasiones y sentimientos se expresa de manera especial un elemento ideal, prueba el hecho de mi individualidad. Por mis instintos y pasiones soy un hombre comï¿½n impersonal; por la forma particular de las ideas por las cuales me distingo como Yo dentro de lo comï¿½n, soy individuo. La diferenciaciï¿½n de mi naturaleza animal, sï¿½lo podrï¿½a distinguirla de la de otros un ser ajeno a mï¿½; pero por mi pensamiento, esto es, por la aprehensiï¿½n activa de lo que se expresa como lo ideal a travï¿½s de mi organismo, me diferencio yo mismo de otros. Por consiguiente, no se puede decir que la acciï¿½n del criminal provenga de la idea. De hecho, precisamente lo caracterï¿½stico de los actos criminales es que provienen de elementos no-ideales del hombre.

La acciï¿½n a partir de la libertad no excluye las leyes morales, sino que las incluye; sï¿½lo que esta acciï¿½n aparece a un nivel superior, en comparaciï¿½n con la que sï¿½lo es dictada por esas leyes. ï¿½Por quï¿½ ha de servir menos al bien general la acciï¿½n que yo ejecuto por amor, que aquella que sï¿½lo llevo a cabo porque siento el deber de servir al bien de la humanidad? El simple concepto del deber excluye la libertad, porque no quiere reconocer lo individual, sino que exige la sumisiï¿½n de esto ï¿½ltimo a la norma general. La libertad del actuar sï¿½lo es concebible desde el punto de vista del individualismo ï¿½tico.

ï¿½Cï¿½mo es posible la convivencia de los hombres, si cada uno sï¿½lo se esfuerza por hacer valer su propia individualidad? Esta objeciï¿½n caracteriza una moral mal entendida. Esta cree que una comunidad humana sï¿½lo es posible si todos estï¿½n unidos por un ordenamiento moral comï¿½n establecido. Esta moralidad no entiende, precisamente, la unidad del mundo de las ideas. No comprende que el mundo de las ideas que actï¿½a en mï¿½ es el mismo que actï¿½a en los demï¿½s. Esta unidad es, sin embargo, sï¿½lo un resultado de la experiencia de la vida. Pero tiene que ser asï¿½. Pues si pudiera conocerse por algï¿½n otro medio que por la observaciï¿½n, esa esfera estarï¿½a regida no por la vivencia individual, sino por la norma general. La individualidad ï¿½nicamente es posible si cada ser individual sabe del otro solamente a travï¿½s de la observaciï¿½n individual. La diferencia entre yo y los otros hombres no estï¿½ en absoluto en que vivamos en dos mundos espirituales totalmente distintos, sino en que el otro recibe del mundo comï¿½n de las ideas otras intuiciones que yo. El quiere vivenciar sus intuiciones, yo las mï¿½as. Si ambos nos inspiramos en la idea y no obedecemos a ningï¿½n impulso externo (fï¿½sico o espiritual) no podemos sino encontrarnos en las mismas aspiraciones, en las mismas intenciones. El malentendido moral, el desacuerdo, queda totalmente excluido en hombres moralmente libres. Sï¿½lo el hombre no libre, el que obedece al instinto natural o a un precepto de deber, rechaza al prï¿½jimo si ï¿½ste no sigue el mismo instinto y el mismo precepto. Vivir en el amor por la acciï¿½n y dejar vivir por la comprensiï¿½n de la voluntad ajena, ï¿½sta es la mï¿½xima fundamental del hombre libre. No conocen otro deber que el que concuerda intuitivamente con su voluntad; como querrï¿½n actuar en un caso determinado, se lo indicarï¿½ su capacidad para percibir las ideas.

ï¿½Si la sociabilidad no fuera una cualidad inherente a la naturaleza humana, no serï¿½a posible inculcï¿½rsela por leyes externas! Solamente porque los individuos humanos son uno en espï¿½ritu, pueden desarrollarse uno al lado de los otros. El hombre libre no exige unanimidad alguna a su prï¿½jimo, pero la espera porque es parte de la naturaleza humana. Con ello no me refiero a las necesidades de ï¿½sta o aquella instituciï¿½n externa, sino a la actitud interior y al estado del alma a travï¿½s de los cuales el hombre que se vivencia a sï¿½ mismo entre semejantes a los que aprecia, hace justicia sobre todo a la dignidad humana.

Habrï¿½ muchos que mantengan que el concepto de hombre libre que presento es una quimera, que no existe en la realidad; que tratamos con hombres de carne y hueso, de los que sï¿½lo podemos esperar un comportamiento moral si obedecen una ley moral, si consideran su misiï¿½n moral como deber, y si no siguen libremente sus inclinaciones y sus gustos. Esto no lo pongo en duda. Sï¿½lo un ciego podrï¿½a negarlo. Pero si esta es la conclusiï¿½n definitiva, debemos entonces desechar toda la hipocresï¿½a de la moral y decir simplemente: la naturaleza humana tiene que ser forzada a actuar, mientras no sea libre. El que esta falta de libertad venga impuesta por medios fï¿½sicos o por leyes morales, el que el hombre no sea libre porque obedece a su ilimitado instinto sexual, o porque estï¿½ sometido a las normas de la moral convencional es, desde cierto punto de vista, indiferente. Pero entonces no puede afirmarse que una persona justifique como suya una acciï¿½n, cuando ha sido forzada a ella por una fuerza externa. Sin embargo, en medio de este orden de fuerzas coactivas se elevan los espï¿½ritus libres, hombres que se encuentran a sï¿½ mismos, dentro de la confusiï¿½n de costumbres, leyes, preceptos religiosos, etc. Son libres en cuanto que sï¿½lo se obedecen a sï¿½ mismos, no libres, en cuanto que se someten. ï¿½Quiï¿½n de nosotros puede afirmar que es realmente libre en todas sus acciones? Sin embargo, en cada uno de nosotros mora un ente mï¿½s profundo, en el que el hombre libre se manifiesta.

Muchos dirï¿½n que esto es un ideal. Sin duda, pero un ideal que como elemento real en nuestro ser se abre paso hacia la superficie. No es un ideal meramente inventado o soï¿½ado, sino uno que tiene vida y que se anuncia claramente incluso en la forma mï¿½s imperfecta de su existencia. Si el hombre sï¿½lo fuera una criatura natural, serï¿½a absurda la bï¿½squeda de ideales, esto es, de ideas por el momento no actualizables, pero cuya realizaciï¿½n, sin embargo, exigimos. En relaciï¿½n a los objetos del mundo exterior, la idea se halla determinada por la percepciï¿½n; cumplimos nuestro cometido cuando descubrimos la relaciï¿½n entre idea y percepciï¿½n. Pero en el ser humano no es asï¿½. La suma de su existencia no queda determinada sin su participaciï¿½n; su verdadero concepto como hombre moral (espï¿½ritu libre) no estï¿½ unido de antemano en forma objetiva con la imagen perceptual “hombre”. En este caso, concepto y percepciï¿½n sï¿½lo se corresponden, si el hombre los hace coincidir. Pero sï¿½lo lo logra cuando ha encontrado el concepto de espï¿½ritu libre, esto es, el concepto de sï¿½ mismo. En el mundo objetivo nuestra organizaciï¿½n traza una lï¿½nea divisoria entre percepciï¿½n y concepto; el conocimiento supera esta divisiï¿½n. En la naturaleza subjetiva esta divisiï¿½n es menor; el hombre la supera en el curso de su evoluciï¿½n en la medida en que da expresiï¿½n en su manifestaciï¿½n externa al concepto de sï¿½ mismo. Por lo tanto, no sï¿½lo la vida intelectual del hombre, sino tambiï¿½n la ï¿½tica nos muestra su doble naturaleza: el percibir (vivencia inmediata) y el pensar. La vida intelectual supera esta doble naturaleza a travï¿½s del conocimiento; la vida moral, a travï¿½s de la actualizaciï¿½n real del espï¿½ritu libre. Todo ser tiene su propio concepto inherente (la ley de su ser y de su actividad); pero en las cosas del mundo externo, el concepto estï¿½ unido a la percepciï¿½n inseparablemente, y sï¿½lo separado de ella dentro de nuestro organismo espiritual. En principio, en el ser humano concepto y percepciï¿½n se hallan de hecho separados, precisamente para que sea ï¿½l mismo quien los una. Se puede objetar: “a nuestra percepciï¿½n del ser humano le corresponde, en cada momento de su vida, un concepto determinado, lo mismo que a cualquier otro objeto. Yo puedo formarme el concepto de un hombre corriente, e incluso encontrarlo como percepciï¿½n; y si a este concepto le aï¿½ado tambiï¿½n el del espï¿½ritu libre, tengo entonces dos conceptos del mismo objeto”.

El objeto perceptual “hombre” tiene la posibilidad de transformarse, lo mismo que la semilla de la planta lleva en sï¿½ la posibilidad de convertirse en planta entera. La planta se transforma debido a la ley objetiva que le es inherente; el hombre permanece en su estado imperfecto a no ser que tome la substancia de transformaciï¿½n que lleva en sï¿½, y la de transformarse por su propia fuerza. La naturaleza hace del hombre simplemente un ser natural; la sociedad, hace de ï¿½l un ser que actï¿½a de acuerdo con las leyes; pero sï¿½lo ï¿½l mismo puede hacer de sï¿½ un ser libre. La naturaleza deja libre de ataduras al hombre a cierto nivel de su desarrollo; la sociedad lleva este desarrollo un paso mï¿½s hacia adelante; el ï¿½ltimo perfeccionamiento sï¿½lo puede dï¿½rselo el hombre a sï¿½ mismo.

Kant dice del deber: “ï¿½Deber! sublime y grandioso nombre, que no admites ni preferencias ni alabanzas, sino que exiges sumisiï¿½n”, que “estableces la ley... que hace enmudecer todas las inclinaciones, aunque en secreto se le opongan”, a lo cual replica el hombre desde la conciencia del espï¿½ritu libre: “ï¿½Libertad! nombre amable y humano, que llevas en ti todo lo moralmente mï¿½s querido; que mï¿½s me dignificas como ser humano, y que no me haces servidor de nadie, pues no estableces simplemente una ley, sino que esperas a lo que mi amor moral reconozca por sï¿½ mismo como ley, porque ante toda ley impuesta por al fuerza se siente no libre”.

El hombre de mente estrecha, que ve la moral personificada en algo establecido externamente, verï¿½ quizï¿½s al espï¿½ritu libre como un hombre incluso peligroso. Pero es asï¿½ sï¿½lo porque su mirada estï¿½ limitada a una ï¿½poca determinada. Si pudiera ver mï¿½s allï¿½ de ï¿½sta, pronto encontrarï¿½a que el espï¿½ritu libre no tiene necesidad ni de dejar de acatar las leyes del Estado, ni de oponerse nunca a ellas. Pues las leyes del Estado provienen en su totalidad de intuiciones de espï¿½ritus libres, lo mismo que todas las demï¿½s leyes objetivas de la moral. No existe ley observada por la autoridad familiar, que no fuera en su momento concebida intuitivamente y establecida por un antepasado; incluso las leyes convencionales de la moral son creadas en primer lugar por hombres determinados; y las leyes estatales se generan siempre en la mente de un hombre de Estado. Estos espï¿½ritus dirigentes crearon las leyes para los demï¿½s hombres, y sï¿½lo serï¿½ no libre quien olvide este origen y las convierta en mandamientos sobrehumanos, en conceptos de deber moral objetivos independientes del hombre, o en voz imperativa interior que le fuerza debido a su falso misticismo. Pero quien no pasa por alto dicho origen, sino que lo busca en el hombre, lo tendrï¿½ en cuenta como parte del mismo mundo de las ideas, del cual ï¿½l tambiï¿½n extrae sus intuiciones morales. El que cree que ï¿½l las tiene mejores, intentarï¿½ sustituir las que ya existen; pero si considera que las existentes estï¿½n justificadas, actuarï¿½ de acuerdo con ellas, como si fueran suyas.

No debe consagrarse la fï¿½rmula de que el hombre existe para llevar a cabo en el mundo un orden moral independiente de ï¿½l. Quien lo afirmara se encontrarï¿½a, con respecto a la antropologï¿½a, en la misma situaciï¿½n en la que estaba la ciencia natural que creï¿½a que el toro tiene cuernos para poder dar cornadas. Afortunadamente, los naturalistas han desechado este concepto de finalidad. La ï¿½tica tiene mï¿½s dificultad para librarse de ï¿½l. Pero asï¿½ como los cuernos no existen con la finalidad de dar cornadas, sino que ï¿½stas son posibles gracias a los cuernos; del mismo modo el hombre no existe para la moral, sino que ï¿½sta existe gracias al hombre. El hombre libre actï¿½a moralmente porque tiene una idea moral; pero no actï¿½a para que haya moral. Los hombres, como individuos con las ideas morales que son inherentes a su naturaleza, son la condiciï¿½n previa del orden moral del mundo.

El individuo humano es la fuente de toda moral y el centro de la vida de la Tierra. El Estado, la sociedad, han surgido como consecuencia necesaria de la vida individual. Que luego el Estado y la sociedad a su vez, influyan sobre la vida individual, es tan comprensible como lo es el hecho de que el uso de los cuernos para dar cornadas influya sobre el desarrollo posterior de los cuernos del toro, que de no ser usados durante mucho tiempo se atrofiarï¿½an. Asï¿½ tambiï¿½n se atrofiarï¿½a el desarrollo del individuo si llevara una existencia aislada, fuera de la comunidad humana. Esta es precisamente la finalidad del orden social, que influya a su vez favorablemente sobre el individuo.