Una cuestiï¿½n complementaria a la pregunta sobre los fines o el destino de la vida (ver cap. XI) es la referente a su valor. A este respecto encontramos dos posiciones contrarias, y entre ambas todas las tentativas posibles para conciliarlas. Una posiciï¿½n sostiene que el mundo es el mejor imaginable, y que la vida y la acciï¿½n en ï¿½l son un bien de valor inestimable. Todo se presenta como cooperaciï¿½n armoniosa y llena de significado, digna de admiraciï¿½n. Incluso lo aparentemente malo y daï¿½ino puede reconocerse como bueno desde un punto de vista mï¿½s elevado, pues presenta un contraste beneficioso con lo bueno; podemos apreciar mejor lo bueno por contraposiciï¿½n con el mal. Ademï¿½s el mal no es algo verdaderamente real; lo que experimentamos como malo es un grado menor de lo bueno. El mal es ausencia de bien, nada que tenga significado en sï¿½.

Schopenhauer lo ve de otra manera. No considera la causa universal como un ser omnisciente y de infinita bondad, sino como un impulso o voluntad ciega. Esfuerzo eterno, anhelo incesante de satisfacciï¿½n que sin embargo jamï¿½s puede ser alcanzada, es el rasgo esencial de toda voluntad. Tan pronto como se alcanza una meta anhelada surgen nuevas necesidades, etc. La satisfacciï¿½n sï¿½lo puede ser siempre de cortï¿½sima duraciï¿½n. Todo el resto del contenido de nuestra vida es esfuerzo insatisfecho, esto es, descontento y sufrimiento. Si por fin se calma el impulso ciego, nos quedamos sin contenido alguno; un aburrimiento infinito inunda nuestra existencia. Por lo tanto, lo mejor relativamente es ahogar deseos y necesidades, exterminar la voluntad. El pesimismo de Schopenhauer conduce a la inactividad, su meta moral es la pereza universal.

De manera esencialmente distinta intenta Eduard von Hartmann fundamentar el pesimismo y utilizarlo para la ï¿½tica. Hartmann intenta fundamentar su concepciï¿½n del mundo sobre la experiencia, siguiendo una corriente favorita en nuestro tiempo. Quiere descubrir por la observaciï¿½n de la vida si en el mundo predomina el placer o el displacer. Hace desfilar ante la razï¿½n todo cuanto le aparece al hombre como bien o como felicidad para mostrar que, mirado mï¿½s de cerca, toda supuesta satisfacciï¿½n resulta ser ilusiï¿½n. Es ilusiï¿½n creer que la salud, la juventud, la libertad, la vida acomodada, el amor (placer sexual), la compasiï¿½n, la amistad y la vida de familia, la autoestima, la honra, la fama, el poder, la religiosidad, la actividad cientï¿½fica y la artï¿½stica, la esperanza de una existencia despuï¿½s de la muerte, la participaciï¿½n en el desarrollo cultural, son fuentes de felicidad y de satisfacciï¿½n. Para una observaciï¿½n desapasionada todo goce trae al mundo mucho mï¿½s mal y miseria que placer. El malestar de la resaca es siempre mayor que el placer de la embriaguez. El displacer predomina con mucho en el mundo. Ningï¿½n hombre, incluido el relativamente mï¿½s feliz, querrï¿½a —si se le preguntase— vivir esta vida miserable una segunda vez. Pero como Hartmann no niega la presencia de lo ideal (la sabidurï¿½a) en el mundo, sino que mï¿½s bien le otorga igual derecho que al impulso ciego (la voluntad), sï¿½lo puede atribuir a su Ser Primordial la creaciï¿½n del mundo, si deja que el sufrimiento del mundo desemboque en los sabios fines del mundo. Pero el sufrimiento de los seres del mundo no serï¿½a otro que el de Dios mismo, pues la vida del mundo como un todo es idï¿½ntica con la vida de Dios. Un ser omnisciente, sin embargo, sï¿½lo puede ver su objetivo en la liberaciï¿½n del sufrimiento y, como toda existencia es sufrimiento, en la liberaciï¿½n de la existencia. Convertir el ser en el —con mucho preferible— no ser es la finalidad del mundo. El proceso universal es un luchar continuo entre el dolor de Dios, que finalmente termina con la aniquilaciï¿½n de toda existencia. Dios creï¿½ el mundo con el fin de liberarse por medio de ï¿½l de su infinito sufrimiento. El mundo “ha de considerarse en cierta manera como una erupciï¿½n irritante que sufre el Ser Absoluto”, a travï¿½s del cual la fuerza curativa inconsciente de este Ser se libera de una enfermedad interior, “o tambiï¿½n, como una cataplasma dolorosa que el Ser Absoluto se aplica a sï¿½ mismo con el fin de sacar fuera el dolor interior y de eliminarlo totalmente”. Los hombres son miembros del mundo. En ello sufre Dios. Los ha creado para desmembrar su infinito dolor. El dolor que cada uno de nosotros sufrimos es solamente una gota en el inmenso mar de dolor de Dios. (Hartmann: “Phï¿½nomenologie des Sittlichen Bewusstseins”).¹

Pero, ï¿½estï¿½ esto realmente basado en la experiencia?. La bï¿½squeda de la satisfacciï¿½n significa que la actividad de la vida estï¿½ por encima de su contenido. Un ser tiene hambre, esto es, intenta saciarse, cuando sus funciones orgï¿½nicas requieren, para poder continuar, el suministro de un nuevo contenido vital en forma de alimentos. La bï¿½squeda de la honra consiste en que el hombre sï¿½lo considera valiosa su acciï¿½n personal cuando le es reconocida desde el exterior. La bï¿½squeda de conocimiento surge cuando el hombre siente que le falta algo si no comprende el mundo que ve, oye, etc. La satisfacciï¿½n de la bï¿½squeda genera placer en el individuo, la insatisfacciï¿½n displacer. A este respecto es importante observar que el placer o el displacer dependen de la satisfacciï¿½n o insatisfacciï¿½n de mi deseo. El deseo mismo no puede considerarse en absoluto como displacer. Por ello si en el momento de satisfacerse un deseo, aparece inmediatamente otro nuevo, no puedo decir que el placer engendre en mi displacer, pues en cualquier circunstancia el goce engendra el deseo de repetirlo, o el deseo de un nuevo placer. Sï¿½lo puedo hablar de displacer cuando este deseo tropieza con la imposibilidad de satisfacerse. Incluso cuando la experiencia de un goce genera en mï¿½ el deseo de experimentar un placer mayor o mï¿½s refinado podrï¿½ decir que el primer placer me ha generado sufrimiento sï¿½lo si me faltan los medios para experimentar el placer mayor o mï¿½s refinado. Solamente si como consecuencia natural del goce aparece el displacer, como por ejemplo, cuando al goce sexual de la mujer le siguen los dolores de parto y los cuidados de los hijos, puedo encontrar con el goce el creador del sufrimiento. Si el deseo como tal produjera displacer, toda eliminaciï¿½n del deseo tendrï¿½a que ir acompaï¿½ado de placer. Sin embargo, ocurre lo contrario. La falta de deseo en nuestra vida produce aburrimiento, y ï¿½ste va unido al descontento. Pero como naturalmente el deseo puede durar mucho tiempo antes de ser satisfecho y en el entretanto uno se contenta con la esperanza de conseguirlo, hay que reconocer que el displacer no tiene nada que ver con el deseo como tal, sino que depende ï¿½nicamente de su insatisfacciï¿½n. Schopenhauer, por lo tanto, no tiene razï¿½n en ningï¿½n caso al considerar el deseo o el esfuerzo por conseguir algo (la voluntad), como la fuente del sufrimiento.

En verdad, lo correcto es justamente lo contrario. El esforzarse (el desear), produce de por sï¿½ alegrï¿½a. ï¿½Quiï¿½n no conoce el gozo que causa la esperanza de una meta lejana pero muy deseada? Esta alegrï¿½a acompaï¿½a al trabajo cuyos frutos sï¿½lo recogeremos en el futuro. Este placer es totalmente independiente de la obtenciï¿½n del objetivo. Y cuando se ha alcanzado el fin, al placer de la bï¿½squeda se aï¿½ade, como algo nuevo, el de la realizaciï¿½n. Si alguien dijera que al displacer de un objetivo no alcanzado se aï¿½ade el de la esperanza frustrada que hace que, al final, sea aï¿½n mayor el descontento por la no-realizaciï¿½n que el eventual placer de su obtenciï¿½n, se le puede responder que tambiï¿½n puede suceder lo contrario; que el recuerdo del goce experimentado durante el tiempo de la no-realizaciï¿½n del deseo influye muchas veces para mitigar el descontento por la no realizaciï¿½n. Quien en el momento de ver una esperanza frustrada exclama: ï¿½he hecho todo lo que he podido! es un ejemplo de esta afirmaciï¿½n. Quienes unen a todo deseo insatisfecho la afirmaciï¿½n de que no solamente falta la alegrï¿½a de la realizaciï¿½n, sino que tambiï¿½n queda destruido el goce del deseo, no toman en consideraciï¿½n el sentimiento maravilloso de haber intentado algo con todas sus fuerzas.

La realizaciï¿½n de un deseo provoca placer y la insatisfacciï¿½n, displacer. Pero de esto no se puede deducir que el placer sea la satisfacciï¿½n de un deseo, y el displacer la insatisfacciï¿½n. Tanto el placer como el displacer pueden darse en un ser, sin que sean consecuencia de un deseo. La enfermedad es displacer al que no le precede un deseo. Quien afirmara que la enfermedad es un deseo de salud insatisfecho cometerï¿½a el error de considerar el deseo natural e inconsciente de no enfermar como si fuera un deseo positivo. Si alguien recibe una herencia de un pariente rico, de cuya existencia no tenï¿½a la menor idea, experimenta un placer que no va precedido de deseo.

Por lo tanto, quien quiera investigar hacia quï¿½ lado se inclina la balanza, si por el del placer o por el del displacer, tiene que tomar en cuenta el placer de desear, el de la obtenciï¿½n del deseo y aquï¿½l que nos llega sin haberlo deseado. Por otro lado, habrï¿½ que sopesar el descontento por aburrimiento, el del deseo no satisfecho, y por ï¿½ltimo, el que nos llega sin haberlo deseado. A esta ï¿½ltima categorï¿½a pertenece tambiï¿½n el displacer causado por el trabajo que nos es impuesto sin haberlo elegido nosotros mismos. Ahora surge la pregunta: ï¿½Cuï¿½l es el medio correcto para sacar el balance de este Debe y Haber? Eduard von Hartmann opina que es la razï¿½n la que equilibra. Y de hecho, dice (“Philosophie des Undewussten”):²

Quien estï¿½ mï¿½s o menos de acuerdo con el pensamiento de pensadores como Eduard von Hartmann, podrï¿½ creer que, para llegar a una valoraciï¿½n correcta de la vida, hay que desechar aquellos factores que falsean nuestro juicio sobre el balance entre placer y displacer. Puede intentar hacerlo de dos maneras distintas. Primero, demostrando que nuestros deseos (instinto, voluntad) interfieren perturbando el juicio sereno sobre el valor de nuestros sentimientos. Mientras que, por ejemplo, tendrï¿½amos que decirnos que el goce sexual es una fuente de mal, el hecho de que el instinto sexual en nosotros es muy fuerte, nos induce a imaginarnos un placer mucho mayor del que en realidad es. Queremos gozar; por eso no reconocemos que el gozo nos trae sufrimiento. Segundo, sometiendo los sentimientos a un examen para intentar demostrar que los objetos con los que estï¿½n unidos los sentimientos se manifiestan al conocimiento racional como ilusiones y que ï¿½stas desaparecen en el momento en que nuestra inteligencia, cada vez mayor, puede mirar a travï¿½s de tales ilusiones.

Esto puede pensarse de la siguiente manera. Si un hombre ambicioso quiere saber si en su vida, hasta el momento en que se lo cuestiona, ha predominado el placer o el displacer, tendrï¿½ que eliminar dos fuentes de error de su evaluaciï¿½n. Como es ambicioso, este rasgo de su carï¿½cter le harï¿½ ver las alegrï¿½as por el reconocimiento de sus esfuerzos como a travï¿½s de una lente de aumento, y las mortificaciones como por una lente de disminuciï¿½n. En el pasado, cuando sufriï¿½ los desprecios, sintiï¿½ las mortificaciones precisamente por ser ambicioso; en el recuerdo aparecen atenuados, mientras que las alegrï¿½as por el reconocimiento al que tan sensible es, se le quedan mï¿½s grabadas. Para el hombre ambicioso es un verdadero bien que esto sea asï¿½. Su engaï¿½o atenï¿½a su sentimiento de disgusto cuando se mira a sï¿½ mismo. Sin embargo, su juicio es errï¿½neo. Los sufrimientos, que cubre ahora con un velo, los ha tenido que vivir realmente con toda su intensidad, pero de esta manera los anota errï¿½neamente en el libro de cuentas de su vida. Para llegar a un juicio correcto, el ambicioso tendrï¿½a que deshacerse de su ambiciï¿½n en el momento de su autoanï¿½lisis. Tendrï¿½a que observar con su mirada espiritual su vida pasada sin ningï¿½n tipo de lente; si no serï¿½a como el comerciante que, al sacar el balance de sus libros, anota junto a los ingresos su celo en el trabajo.

Pero se puede ir aï¿½n mï¿½s lejos y decir: el hombre ambicioso se percatarï¿½ de que los elogios que persigue son cosas sin valor. Llegarï¿½ por sï¿½ mismo o a travï¿½s de otros a comprender que para un hombre razonable no tiene ningï¿½n valor el reconocimiento de los demï¿½s, puesto que “en todas aquellas cosas que no son cuestiones vitales de la evoluciï¿½n, o que ya han sido resultas definitivamente por la ciencia”, siempre se puede estar seguro de “que la mayorï¿½a estï¿½ equivocada, y que la minorï¿½a tiene razï¿½n. Quien hace de la ambiciï¿½n su guï¿½a, deja que la felicidad de su vida quede a merced de semejante juicio”.

(“Philosophie des Undewussten”).⁴ Si el ambicioso se dice a sï¿½ mismo todo esto, tendrï¿½ que calificar de ilusiï¿½n todo cuanto su ambiciï¿½n le ha presentado como realidad y, por consiguiente, tambiï¿½n los sentimientos que van unidos a las ilusiones producidas por su ambiciï¿½n. Por esta razï¿½n podrï¿½a decirse entonces: hay que tachar ademï¿½s de la cuenta de los valores de la vida, lo que aparece como sentimientos de placer debido a las ilusiones; lo que entonces resta, representa el total del placer de la vida libre de ilusiones, y esto comparado con el displacer total es tan poco, que la vida no es placer, y que el no-ser es preferible al ser.

Pero mientras que es totalmente evidente que el engaï¿½o producido por la intromisiï¿½n del instinto de la ambiciï¿½n produce un resultado falso en el balance de placer, es necesario, sin embargo, cuestionar lo dicho sobre el carï¿½cter ilusorio de los objetos de placer. Excluir del balance de placer de la vida todos los sentimientos de placer que van unidos a cosas reales o ilusiones, falsearï¿½a dicho balance. Pues el hombre ambicioso realmente ha experimentado alegrï¿½a por el reconocimiento del pï¿½blico, y da igual si mï¿½s tarde ï¿½l mismo u otro consideran ilusiï¿½n dicho reconocimiento. Con ello, no disminuye nada la experiencia de placer disfrutado. La exclusiï¿½n de todos los sentimientos “ilusorios” del balance de la vida no rectifica, en absoluto, nuestro juicio sobre los sentimientos, sino que borra de la vida sentimientos que realmente existen.

Y ï¿½por quï¿½ deberï¿½an excluirse esos sentimientos? A quien los tiene, le producen placer; quien los ha superado encuentra en la experiencia de la superaciï¿½n (no por el sentimiento vanidoso —ï¿½que bueno soy!— sino por la fuente objetiva de placer que la superaciï¿½n conlleva) un placer espiritualizado, pero no por ello menos importante. Si del balance del placer se borran los sentimientos porque estï¿½n unidos a objetos que resultan ilusorios, se hace depender el valor de la vida, no de la cantidad sino de la calidad del placer, y ï¿½sta del valor de los objetos que lo causan. Pero si quiero determinar el valor de la vida nada mï¿½s que por la cantidad de placer o sufrimiento que ella me trae, no puedo presuponer otro elemento por el cual, a su vez, determino el valor positivo o negativo del placer. Si me propongo comparar la cantidad de placer con la de displacer, para ver cuï¿½l es mayor, tengo entonces que sopesar tambiï¿½n el placer y el sufrimiento en su intensidad real, independientemente de si se basan en una ilusiï¿½n o no. Quien atribuye al placer basado en una ilusiï¿½n, un valor menor para la vida que el placer justificado ante la razï¿½n, hace depender el valor de la vida de otros factores que el del placer.

El mï¿½todo recomendado por Hartmann, esto es, la consideraciï¿½n racional de la cantidad de placer y displacer que produce nuestra vida, nos ha conducido hasta ahora al punto de saber cï¿½mo debemos establecer la cuenta, lo que debemos asentar a uno u otro lado de nuestro libro de cuentas. Pero ï¿½cï¿½mo se debe hacer la cuenta? ï¿½Es capaz la razï¿½n de sacar el balance? El comerciante habrï¿½ cometido un error en su cuenta si la ganancia calculada no coincide con los beneficios ya obtenidos o estimados. Igualmente se habrï¿½ equivocado el filï¿½sofo si no puede probar a nivel de sensaciï¿½n el exceso de placer o de displacer de acuerdo con sus especulaciones.

El comerciante, cerrarï¿½ realmente su negocio sï¿½lo si los hechos confirman las pï¿½rdidas calculadas por su contable. Si no es asï¿½, pedirï¿½ al contable que revise las cuentas. De la misma manera lo harï¿½ el hombre en su vida. Si el filï¿½sofo trata de demostrarle que el displacer es mucho mayor que el placer, pero ï¿½l, sin embargo no lo siente, dirï¿½: te has equivocado en tus elucubraciones, vuelve a pensarlo de nuevo. Pero, si en un momento dado, un negocio tiene realmente tantas pï¿½rdidas que ya ningï¿½n crï¿½dito alcanza para pagar a los acreedores, se producirï¿½ la bancarrota, aunque el comerciante no quiera enterarse del estado de las cosas por medio de la contabilidad. Asimismo, si, en un momento determinado, la cantidad de displacer de un hombre fuese tan grande que ninguna esperanza (crï¿½dito) de futuro placer pudiera hacerle sobrellevar el dolor, se producirï¿½a la bancarrota de los intereses de la vida.

El pesimismo de Eduard von Hartmann llega de manera curiosa a la conclusiï¿½n de que la vida no tiene valor porque en ella predomina el dolor pero afirma, sin embargo, la necesidad de sobrellevarla. Esta necesidad reside en que sï¿½lo es posible alcanzar el objetivo del mundo por medio del trabajo incesante y abnegado del hombre, como ya lo hemos expuesto anteriormente. Pero mientras los hombres persigan sus apetencias egoï¿½stas, serï¿½n incapaces de llevar a cabo ese trabajo desinteresado. Sï¿½lo cuando se hayan convencido por la experiencia y la razï¿½n de que los goces que persigue el egoï¿½smo no pueden ser alcanzados, se dedicarï¿½n a su verdadera misiï¿½n. De esta manera, la convicciï¿½n pesimista ha de convertirse en fuente de abnegaciï¿½n. Una educaciï¿½n basada en el pesimismo terminarï¿½a con el egoï¿½smo, haciï¿½ndole ver al hombre su inutilidad.

Si el hombre por su naturaleza anhelase el placer, pero no tuviera posibilidad de alcanzarlo, el ï¿½nico fin razonable serï¿½a el exterminio de la existencia, y la redenciï¿½n por el no-ser. Y si se cree que Dios es en realidad el portador del sufrimiento universal, entonces los hombres tendrï¿½an como misiï¿½n llevar a cabo la redenciï¿½n de Dios. El suicidio del individuo no contribuye a alcanzar este fin, sino que lo perjudica. Lo razonable es que Dios haya creado al hombre para, a travï¿½s de su actuar, alcanzar su propia redenciï¿½n. Si no, la creaciï¿½n no tendrï¿½a objeto. Y esta concepciï¿½n del mundo piensa en tï¿½rminos de fines extrahumanos. Cada hombre tiene que realizar, en la obra general de redenciï¿½n, un trabajo determinado. Si lo elude por medio del suicidio, otro tendrï¿½ que hacer el trabajo que le estaba destinado. Otro tendrï¿½ que soportar en su lugar el tormento de la existencia. Y como en todo ser vive Dios como portador real del dolor, el suicida no disminuye en lo mï¿½s mï¿½nimo la cantidad de sufrimiento de Dios, sino que mï¿½s bien le impone la dificultad aï¿½adida de encontrar a otro hombre que le sustituya.

El hambre aparece cuando nuestros ï¿½rganos no pueden continuar sus funciones sin un nuevo suministro de alimentos. Lo que el hambriento busca ante todo es satisfacer el hambre. Tan pronto como el suministro de alimentos llega al punto de hacer cesar el hambre, se alcanza todo cuanto el instinto de la alimentaciï¿½n busca. El placer que va unido a la saciedad consiste, primeramente, en la eliminaciï¿½n del dolor que produce el hambre. Pero al mero instinto de la nutriciï¿½n se le aï¿½ade otra necesidad. Al alimentarse, el hombre no sï¿½lo desea restablecer las funciones orgï¿½nicas alteradas, o superar el dolor del hambre, sino que busca tambiï¿½n que vaya acompaï¿½ado de sensaciones agradables de sabor. E incluso si media hora antes de una comida apetitosa siente hambre puede rehusar satisfacerla con alimentos de calidad inferior, antes de estropear el placer de la mejor. Necesita el hambre para poder disfrutar de todo el placer de la comida. Con ello el hambre se convierte en causa de placer. Si se pudiera saciar el hambre que existe en el mundo, se obtendrï¿½a la cantidad total de placer debido a la existencia de la necesidad de alimentarse. A ello habrï¿½a que aï¿½adir el placer especial que los gastrï¿½nomos alcanzan cultivando su paladar mï¿½s allï¿½ de lo comï¿½n.

La ciencia moderna opina que la Naturaleza genera mï¿½s vida que la que puede sustentar, esto es, que produce mï¿½s hambre que la que puede saciar. El exceso de vida que se genera tiene que perecer con dolor en la lucha por la existencia. Sin duda alguna, en todo momento del acontecer del mundo las necesidades son mayores que los medios para satisfacerlas, y ello afecta al goce de la vida. Sin embargo, el goce que tiene lugar no disminuye en lo mï¿½s mï¿½nimo. Allï¿½ donde se produce la satisfacciï¿½n de un deseo, existe la correspondiente cantidad de placer, aunque en el ser mismo que desea o en otros de su derredor haya una gran cantidad de instintos insatisfechos. Pero lo que con esto sï¿½ queda disminuido es el valor del goce de la vida. Aunque sï¿½lo encuentre satisfacciï¿½n una parte de las necesidades de un ser vivo, ï¿½ste, no obstante, experimenta el placer correspondiente. Este placer tiene un valor tanto menor cuanto menor sea en proporciï¿½n con las exigencias totales de la vida dentro del campo de los deseos en cuestiï¿½n. Este valor puede expresarse mediante una fracciï¿½n cuyo numerador es el placer realmente experimentado, y el denominador el total de las necesidades. La fracciï¿½n tiene el valor 1 cuando el numerador y el denominador son iguales, esto es, cuando todas las necesidades resultan satisfechas. Serï¿½ mayor de 1 cuando en un ser vivo exista mï¿½s placer que el exigido por sus deseos; y serï¿½ menor de 1 cuando la cantidad de placer quede por debajo de la suma de los deseos. Pero la fracciï¿½n no puede llegar a cero mientras el numerador tenga algï¿½n valor, por pequeï¿½o que sea. Si un hombre hiciera un balance final antes de su muerte y pensara en la cantidad de placer relacionada con un determinado instinto (por ej. el hambre) repartido a lo largo de toda la vida entre todas las exigencias de ese instinto, quizï¿½s el placer experimentado tendrï¿½a un valor pequeï¿½o; pero nulo no puede ser nunca. Si la cantidad de placer se mantiene constante, el aumento de las necesidades del ser vivo disminuye el valor del placer de la vida. Lo mismo es vï¿½lido para la suma de toda la vida en la Naturaleza. Cuanto mayor sea el nï¿½mero de los seres vivos en relaciï¿½n con el nï¿½mero de los que pueden encontrar satisfacciï¿½n total de sus instintos, tanto menor serï¿½ por tï¿½rmino medio el valor del placer de la vida. El billete de cambio que nuestros instintos nos exigen por el goce de la vida queda devaluado si no hay esperanza de hacerlo efectivo por su importe total. Si durante tres dï¿½as tengo suficiente que comer, pero para ello tengo que pasar hambre otros tres, no por eso es menor el placer de los dï¿½as en que como. Pero tengo que imaginï¿½rmelo repartido entre seis dï¿½as, por lo cual su valor para mi instinto de nutriciï¿½n se reduce a la mitad. De la misma manera se relaciona la cantidad de placer con el grado de mi necesidad. Si tengo ganas de comer dos rebanadas de pan, pero sï¿½lo puedo comer una, el valor del goce que obtengo se reduce a la mitad del que tendrï¿½a si despuï¿½s de comerla hubiera quedado satisfecho. De esta manera se determina el valor de un placer en la vida. Nuestros apetitos son la medida; el placer es lo medido. El goce de saciarse adquiere valor sï¿½lo porque existe el hambre; y obtiene un valor determinado por su relaciï¿½n con la intensidad del hambre.

Una cantidad de placer tiene para nosotros pleno valor cuando coincide con la duraciï¿½n y el grado de nuestro deseo. Una cantidad menor de placer en relaciï¿½n con nuestro deseo reduce el valor del placer; una cantidad mayor produce un exceso no pedido que sï¿½lo se experimentarï¿½ como placer mientras durante el goce mismo podamos intensificar nuestra apetencia. Si no podemos intensificar nuestro deseo en la misma medida en que aumenta el placer, ï¿½ste se convierte en displacer. El objeto que en otro caso nos darï¿½a satisfacciï¿½n, nos asalta en contra de nuestra voluntad y nos produce dolor. Esto es una prueba de que el placer sï¿½lo tiene valor para nosotros en tanto que podamos medirlo en relaciï¿½n con nuestro deseo. Un exceso de sentimiento agradable se convierte en dolor. Esto podemos observarlo especialmente en las personas cuyo deseo por un tipo de placer determinado es muy pequeï¿½o. A las personas cuyo instinto de nutriciï¿½n estï¿½ atrofiado, comer puede producirles fï¿½cilmente asco. De esto tambiï¿½n se desprende que el deseo es la medida del valor del placer.

Sin embargo, el pesimismo puede sostener que el instinto insatisfecho de la nutriciï¿½n produce no sï¿½lo displacer por la privaciï¿½n del goce, sino verdadero dolor, sufrimiento y miseria en el mundo. Puede apelar a la indescriptible miseria de los hombres azotados por el hambre; a la suma de displacer producida por la escasez de alimentos. Y si el pesimismo quiere tambiï¿½n extender su afirmaciï¿½n y va mï¿½s allï¿½ de la naturaleza humana, puede seï¿½alar el sufrimiento de los animales que mueren de hambre en ciertas estaciones del aï¿½o por falta de comida. El pesimista afirma que estos males exceden en mucho la cantidad de placer que el instinto de la nutriciï¿½n produce en el mundo.

Nuestro apetito va dirigido en cada caso a un objeto determinado. El valor de la satisfacciï¿½n serï¿½, como hemos visto, tanto mayor cuanto mayor sea la cantidad de placer en relaciï¿½n con la intensidad de deseo.⁵ Pero de la intensidad del deseo depende tambiï¿½n la cantidad de displacer que estamos dispuestos a aceptar para conseguir el placer. No comparamos la cantidad de displacer con la de placer, sino con la intensidad de nuestros apetitos. A quien el comer le proporciona mucho placer, soportarï¿½ mï¿½s fï¿½cilmente un periodo de hambre, debido al placer de mejores tiempos, que otro a quien la satisfacciï¿½n del instinto de nutriciï¿½n no le causa placer. La mujer que quiere tener un hijo no compara el placer que le proporciona el tenerlo con la cantidad de displacer que produce el embarazo, el parto, los cuidados del niï¿½o, etc., sino ï¿½nicamente con su deseo de tener el hijo.

Nunca buscamos un placer abstracto de una intensidad determinada, sino la satisfacciï¿½n concreta de manera bien definida. Si deseamos un placer que tiene que ser satisfecho por un objeto o sensaciï¿½n determinados, no podemos quedar satisfechos por medio de otro objeto u otra sensaciï¿½n que nos cause un placer de igual intensidad. A quien busca satisfacer el hambre no se le puede sustituir ese placer por otro de igual intensidad, pero producido por un paseo. Sï¿½lo si nuestro apetito buscara la obtenciï¿½n de una determinada cantidad de placer en general, se apaciguarï¿½a inmediatamente si ese placer no fuera accesible sin una cantidad mayor de displacer. Pero como se busca la satisfacciï¿½n de una manera determinada, su obtenciï¿½n proporciona placer incluso cuando conlleva una cantidad de displacer. Pero puesto que los instintos de los seres vivos tienden hacia una direcciï¿½n determinada y van hacia un objetivo concreto, no puede tomarse en cuenta, como factor de valor equivalente, la cantidad de displacer que ha de soportarse en el camino hacia el objetivo. Si el apetito es suficientemente fuerte como para seguir despierto en cierto grado, aï¿½n despuï¿½s de superar el displacer —por intenso que ï¿½ste sea, en sentido absoluto— serï¿½ posible, sin embargo, experimentar el placer de la satisfacciï¿½n con plena intensidad. El apetito, por lo tanto, no relaciona directamente el displacer con el placer alcanzado, sino indirectamente, relacionando su propia intensidad con la del displacer. No se trata de si es mayor o menor el placer que se desea o el displacer, sino si es mï¿½s fuerte el apetito del fin deseado, o la oposiciï¿½n del displacer que conlleva. Si esta oposiciï¿½n es mayor que el apetito, ï¿½ste se rinde ante lo irremediable, se apaga y no sigue adelante. Debido a que la satisfacciï¿½n se busca de manera especï¿½fica, el placer que conlleva cobra sentido en tanto que hace posible, una vez obtenida la satisfacciï¿½n, tomar en cuenta la cantidad de displacer necesaria tan solo en la medida en que haya disminuido la intensidad de nuestro apetito. Si soy un apasionado del paisaje, no calculo cuï¿½nto placer me produce la vista desde la cima de la montaï¿½a por comparaciï¿½n directa con el esfuerzo de la subida y del descenso. Pero sï¿½ me pregunto, sin embargo, si despuï¿½s de superar las dificultades, mi interï¿½s por el paisaje seguirï¿½ suficientemente vivo. Sï¿½lo indirectamente, por la intensidad del apetito, pueden el placer y el displacer ofrecer algï¿½n resultado. La cuestiï¿½n no es, por lo tanto, si hay un exceso de placer o de displacer, sino si la voliciï¿½n del placer es suficientemente fuerte para superar el displacer.

Una prueba de lo correcto de esta afirmaciï¿½n es el hecho de que se valore mï¿½s el placer que se ha obtenido a precio de mucho displacer que el que, de alguna manera, nos cae como un regalo del cielo. Cuando el sufrimiento y el dolor disminuyen el apetito pero aï¿½n asï¿½ se alcanza el objetivo, el placer serï¿½ aï¿½n mayor, en comparaciï¿½n con la cantidad de deseo que aï¿½n queda. Esta relaciï¿½n representa, como ya he mostrado, el valor del placer (ver mï¿½s arriba). Otra prueba la ofrece el hecho de que los seres vivos, (incluido el hombre) desarrollan sus instintos en la misma medida en que son capaces de soportar los dolores y el sufrimiento que se les oponen. Y la lucha por la existencia es solamente la consecuencia de este hecho. Toda vida lucha por desarrollarse, y sï¿½lo abandona la lucha aquella parte a la que el peso insuperable de las dificultades ahoga sus deseos. Todo ser vivo busca el alimento hasta que su falta destruye su vida. Y de la misma manera, el hombre sï¿½lo se quita la vida cuando cree (con razï¿½n o sin ella) no poder alcanzar los fines de su vida que considera dignos de perseguir. Pero en tanto crea posible alcanzar aquello que estima que merece la pena perseguir, lucharï¿½ contra todas las calamidades y sufrimientos. La filosofï¿½a tendrï¿½a primero que convencer al hombre de que el querer sï¿½lo tiene sentido si el placer es mayor que el displacer; por su naturaleza el hombre intenta alcanzar los objetos de sus apetitos mientras pueda soportar el displacer —por grande que ï¿½ste sea— que necesariamente conlleva. Pero una filosofï¿½a asï¿½ serï¿½a errï¿½nea, puesto que hace depender la voluntad humana de algo (exceso de placer sobre displacer) que es bï¿½sicamente ajeno al hombre. La medida bï¿½sica del querer es el apetito, y ï¿½ste se impone cuanto puede. El cï¿½lculo que hace, no una filosofï¿½a racional, sino la vida, cuando se trata de placer y displacer en la satisfacciï¿½n de un apetito, se puede comparar con lo siguiente. Si al comprar una cierta cantidad de manzanas me veo obligado a llevarme el doble de manzanas malas junto con las buenas —porque el vendedor quiere deshacerse de ellas— no dudarï¿½ ni un momento en llevarme tambiï¿½n las malas, si estimo que el valor de la pequeï¿½a cantidad de las buenas es tan alto que estoy dispuesto a pagar, aparte de su precio, los gastos de transporte del producto defectuoso. Este ejemplo ilustra la relaciï¿½n entre la cantidad de placer y de displacer causados por un instinto. No calculo el valor de la cantidad de las manzanas buenas restï¿½ndola de las malas, sino estimando si las buenas mantiene aï¿½n un valor a pesar de la presencia de las malas.

Asï¿½ como al disfrutar de las manzanas buenas no tomo en consideraciï¿½n las malas, me entrego a la satisfacciï¿½n de un deseo, despuï¿½s de haberme librado del sufrimiento inevitable. Aunque el pesimismo estuviese en lo cierto al afirmar que en el mundo existe mï¿½s displacer que placer, esto no tendrï¿½a ninguna influencia en el querer, pues a pesar de ello los seres vivos buscarï¿½an el placer que quedara. La prueba empï¿½rica de que el dolor predomina sobre la alegrï¿½a, si se pudiera probar, mostrarï¿½a la esterilidad de la corriente filosï¿½fica que pone el valor de la vida en el predominio del placer, el hedonismo, pero no calificarï¿½a al querer de irracional; pues ï¿½ste no se basa en un predominio del placer, sino en la cantidad de placer que aï¿½n queda despuï¿½s de deducir el displacer. Este placer restante sigue apareciendo siempre digno de bï¿½squeda.

Se ha tratado de refutar el pesimismo sosteniendo que es imposible calcular el exceso de placer o de displacer en el mundo. La posibilidad de todo cï¿½lculo se basa en poder comparar entre sï¿½ los objetos en cuanto a sus magnitudes. Ahora bien, todo displacer y todo placer tienen una determinada magnitud (intensidad y duraciï¿½n). Incluso las sensaciones de placer de distinta naturaleza las podemos comparar al menos aproximadamente. Sabemos quï¿½ nos causa mï¿½s placer, un buen cigarro o un buen chiste. Por lo tanto, no se puede objetar nada contra la posibilidad de comparar los distintos tipos de placer y displacer, con respecto a sus magnitudes. Y el investigador que se pone como objetivo determinar el predominio de placer o de displacer en el mundo, parte de premisas totalmente justificadas. Se puede afirmar que los resultados del pesimismo son errï¿½neos, pero no puede ponerse en duda la posibilidad de una valoraciï¿½n cientï¿½fica de las cantidades de placer y displacer, y con ello la determinaciï¿½n del balance. Es, sin embargo, errï¿½neo afirmar que del resultado de este cï¿½lculo se sigue algo para el querer humano. Los casos en que realmente hacemos depender el valor de nuestro actuar del predominio del placer o del displacer, son aquï¿½llos en que los objetos a los que se dirige nuestro actuar nos son indiferentes. Si se trata de procurarme una distracciï¿½n despuï¿½s de mi trabajo, y para ese fin me da totalmente igual un juego que una charla, me preguntarï¿½ quï¿½ es lo que me proporciona mayor placer, y desde luego abandonarï¿½ mi actividad si la balanza se inclina del lado del displacer. Cuando queremos comprar un juguete para un niï¿½o, al elegirlo pensamos quï¿½ le darï¿½ mï¿½s alegrï¿½a. En todos los demï¿½s casos, no nos decidimos exclusivamente segï¿½n el balance del placer.

Por consiguiente, si los seguidores de la ï¿½tica pesimista son de la opiniï¿½n de que la constataciï¿½n que la existencia da mï¿½s displacer que placer prepara el terreno para la entrega altruista al trabajo cultural, no tienen en cuenta que el querer humano, por su propia naturaleza, no se deja influir por el conocimiento de ese hecho. El esfuerzo del hombre va dirigido a alcanzar aquella satisfacciï¿½n que es posible despuï¿½s de superar todas las dificultades. La esperanza de esta satisfacciï¿½n es la base de la actividad humana. El trabajo del individuo y todo el trabajo cultural tienen su origen en esta esperanza. La ï¿½tica pesimista cree que debe presentar al hombre la bï¿½squeda de la felicidad como algo imposible, de manera que se dedique a su verdadera misiï¿½n moral. Pero estas tareas morales no son mï¿½s que los impulsos concretos naturales y espirituales; y buscarï¿½ su satisfacciï¿½n a pesar del displacer que conlleve. Por lo tanto, la bï¿½squeda de la felicidad que el pesimismo quiere erradicar, en realidad no existe. Pero la misiï¿½n que el hombre tiene que cumplir, la lleva a cabo porque su propia naturaleza quiere cumplir esa misiï¿½n cuando ha comprendido su verdadera naturaleza.

La ï¿½tica pesimista sostiene que el hombre sï¿½lo puede entregarse a lo que reconoce como misiï¿½n de su vida, cuando ha abandonado la bï¿½squeda de placer. Pero ninguna ï¿½tica puede inventarse otra misiï¿½n que la realizaciï¿½n de las satisfacciones exigidas por los apetitos del hombre y la realizaciï¿½n de sus ideales ï¿½ticos. Ninguna ï¿½tica puede privarle del placer que experimenta por la realizaciï¿½n de lo que desea. Cuando el pesimista dice: “no busques el placer, porque nunca podrï¿½s alcanzarlo; esfuï¿½rzate por hacer lo que reconoces como tu misiï¿½n”, se le ha de responder que esto es inherente a la naturaleza humana, y que afirmar que el hombre sï¿½lo aspira a la felicidad es el invento de una filosofï¿½a errï¿½nea. El hombre busca la satisfacciï¿½n de lo que su naturaleza apetece, y tiene ante sï¿½ los objetos concretos de su deseo, no una “felicidad” abstracta; Y la realizaciï¿½n le causa placer. Cuando la ï¿½tica pesimista exige no buscar el placer, sino la realizaciï¿½n de lo que el hombre reconoce como la misiï¿½n de su vida, acierta precisamente con lo que el hombre quiere por su propia naturaleza. El hombre, para ser moral, no necesita ni que la filosofï¿½a le cambie, ni deshacerse de su propia naturaleza. La moralidad consiste en el esfuerzo por alcanzar un fin que se considera justificado; perseguirlo le es inherente al ser humano, mientras que el displacer que conlleve no inhiba el deseo. Y esta es la esencia de todo querer verdadero. La ï¿½tica no descansa en la extinciï¿½n de toda bï¿½squeda de placer para que pï¿½lidas ideas abstractas puedan ejercer su dominio allï¿½ donde no encuentran resistencia de un fuerte anhelo de gozo de la vida, sino que se basa en la voluntad poderosa sostenida por la intuiciï¿½n ideal, que alcanza sus fines aunque el camino hacia ellos estï¿½ lleno de espinas.

Las ideales morales surgen de la imaginaciï¿½n moral del hombre. Su realizaciï¿½n depende de que el hombre los desee con suficiente fuerza para superar el sufrimiento y las penalidades. Son sus intuiciones, son los impulsos que su espï¿½ritu suscita; ï¿½l los quiere, porque su realizaciï¿½n es su mayor placer. No necesita que la ï¿½tica primero le prohiba buscar el placer, para luego dictarle quï¿½ es por lo que debe esforzarse. El aspirarï¿½ a ideales morales, si su imaginaciï¿½n moral es suficientemente activa como para sugerirle intuiciones que confieran a su voluntad la fuerza para vencer los obstï¿½culos inherentes a su propia organizaciï¿½n, incluido el sufrimiento inevitable.

La ï¿½tica basada en el pesimismo tiene su origen en el menosprecio de la imaginaciï¿½n moral. Sï¿½lo quien no considere al espï¿½ritu humano individual capaz de darse a sï¿½ mismo el contenido de su deseo, puede buscar en el anhelo de placer el contenido total de su voliciï¿½n. El hombre sin imaginaciï¿½n no crea ideas morales. Le tienen que ser dadas. Su naturaleza fï¿½sica se ocupa de buscar satisfacciï¿½n de sus apetitos inferiores. Pero los apetitos que proceden del espï¿½ritu tambiï¿½n pertenecen al desarrollo total del hombre. Sï¿½lo si se piensa que el hombre carece de deseos espirituales se puede afirmar que los debe recibir del exterior. Entonces tambiï¿½n estarï¿½ justificado decir que el hombre tiene la obligaciï¿½n de hacer lo que no quiere. Toda ï¿½tica que exige que el hombre reprima su querer para llevar a cabo tareas que no quiere, no tiene en cuenta al hombre total, sino al hombre que carece de facultad de desear lo espiritual. Para el hombre desarrollado armoniosamente, las llamadas ideas del Bien no se hallan fuera, sino dentro de la esfera de su ser. El actuar moral no consiste en la erradicaciï¿½n de la voluntad personal unilateral, sino en el desarrollo total de la naturaleza humana. Quien considere que los ideales morales sï¿½lo son alcanzables si el hombre mata su propia voluntad, no sabe que estos ideales son tan queridos por el hombre como la satisfacciï¿½n de los llamados instintos animales.

Es innegable que las ideas que hemos caracterizado aquï¿½ pueden malentenderse fï¿½cilmente. El hombre inmaduro y sin imaginaciï¿½n moral gusta considerar los instintos de su naturaleza semidesarrollada como expresiï¿½n acabada de lo humano, y rechaza todas las ideas morales no producidas por ï¿½l mismo, para poder “disfrutar de la vida” sin ser molestado. Es evidente que lo que es vï¿½lido para la naturaleza semidesarrollada. A quien aï¿½n necesita que la educaciï¿½n le ayude a alcanzar el punto en el que su naturaleza moral pueda empezar a superar sus pasiones inferiores, no se le puede exigir lo mismo que al hombre maduro. Pero no se trata de indicar aquï¿½ quï¿½ es lo que se debe inculcar al hombre no desarrollado, sino lo que hay en el ser del hombre maduro. Pues se trataba de demostrar la posibilidad de la libertad; y ï¿½sta no aparece en las acciones dictadas por la necesidad de los sentidos o anï¿½mica, sino en las acciones basadas en intuiciones espirituales.

Este hombre totalmente maduro se otorga a sï¿½ mismo su valor. No busca el placer que como gracia le tiende la Naturaleza o el Creador; ni tampoco cumple con el deber abstracto que reconoce como tal despuï¿½s de haber renunciado a la bï¿½squeda de placer. Actï¿½a como ï¿½l quiere, de acuerdo con sus intuiciones ï¿½ticas; y vivencia su verdadero goce de la vida comparando lo alcanzado con lo deseado. La ï¿½tica que sustituye el deber por el querer y la obligaciï¿½n por la inclinaciï¿½n, determina consecuentemente el valor del hombre segï¿½n la relaciï¿½n entre lo que exige el deber y lo que ï¿½l realiza. Mide al hombre con algo ajeno a su ser.

Se interpretarï¿½ mal lo expuesto en este capï¿½tulo, si uno se queda solamente en la objeciï¿½n aparente de que el querer humano como tal es justamente lo irracional para que comprendiera entonces que la finalidad de la bï¿½squeda ï¿½tica consiste en la liberaciï¿½n final del querer. A mï¿½ se me ha hecho este tipo de objeciï¿½n aparente por parte de una fuente competente, diciï¿½ndome que serï¿½a precisamente objeto del filï¿½sofo llevar a cabo lo que la falta de pensamiento de los animales y de la mayorï¿½a de los hombres ha descuidado, esto es, hacer un verdadero balance de la vida. Pero de hecho, quien haga esta objeciï¿½n no tiene en cuenta lo principal: para que la libertad realmente se realice es necesario que el querer de la naturaleza humana estï¿½ basado en el pensar intuitivo; pero al mismo tiempo resulta que puede haber un querer condicionado por otro factor que el de la intuiciï¿½n, y que la moral y su valor solamente resultan de la libre realizaciï¿½n de la intuiciï¿½n que fluye de la naturaleza humana. El individualismo ï¿½tico puede exponer la moral en toda su dignidad, pues no opina que lo verdaderamente ï¿½tico sea lo que de forma externa hace concordar al querer con una norma, sino que es aquello que surge del hombre cuando despliega en sï¿½ el querer moral como un elemento de su ser total, de modo que hacer lo inmoral le aparece como una mutilaciï¿½n y una deformaciï¿½n de su ser.